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Tratar a un solo individuo con benevolencia, nos obligaría a seguir la misma conducta con todos, haciendo con ello ineficaz el éxito de vuestra justicia. Se trabaja demasiado despacio en las demoliciones: la impaciencia republicana requiere medios más rápidos, como la explosión de las minas, la acción devastadora de las llamas... Medios que pongan en evidencia el poder del pueblo. Su voluntad no debe ser contenida como la de los tiranos: ha de producir el efecto de una tempestad."
La tempestad descarga, como anuncia el programa, el 4 de diciembre, y su eco, terrible, rueda pronto por toda Francia. De madrugada, sesenta jóvenes son sacados de la prisión atados de dos en dos. No se les lleva a la guillotina que, según las palabras de Fouché, trabaja "demasiado despacio", sino afuera, al llano de Brotteaux, al otro lado del Ródano. Dos fosas paralelas, cavadas de prisa, dejan prever a las víctimas su suerte. Los cañones, colocados a diez pasos de ellos, indican con siniestra claridad el método de la matanza colectiva. Amontonan y atan a los prisioneros en un pelotón de desesperación humana que chilla, se estremece, llora, enloquece y resiste inútilmente. Una voz de mando y las bocas de los cañones, tan próximas que el aliento los roza, truenan mortíferas, vomitando plomo sobre la gente sacudida por el miedo. La primera descarga no acaba con todas las víctimas: a algunas sólo les ha sido arrancado un brazo o una pierna, otras enseñan los intestinos y aun queda alguna ilesa. Y mientras la sangre fluye en fuentes a las fosas, se oye una nueva orden y carga la caballería con sables y pistolas sobre los que quedan, entrando a tiros y sablazos en medio de este rebaño humano que se estremece, gime y grita, sin poder huir, hasta que se acaba la última voz agonizante. Como premio por la matanza, se les permite a los verdugos despojar a los sesenta cadáveres, aun calientes, de ropas y calzados, antes de enterrarlos desnudos y destrozados en las fosas.
Esta es la primera de las célebres "mitraillades" de Joseph Fouché, del que fue más tarde ministro de un cristianísimo rey, que se muestra orgulloso de su obra, a la mañana siguiente, en una encendida proclama: "Los representantes del pueblo proseguirán fríamente la misión a ellos encomendada. El pueblo ha puesto en sus manos el rayo de su venganza y no han de abandonarlo hasta que hayan perecido todos los enemigos de la Libertad.