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E incluso alardea Joseph Fouché y elogia sus hazañas con sanguinario entusiasmo: "Si las sentencias de este tribunal infunden pavor a los delincuentes, en cambio tranquilizan y consuelan al pueblo, que les presta oído y las aprueba. Se cree de nosotros, sin razón, que hemos concedido, en alguna ocasión, a un culpable el honor del indulto: ¡y no hemos concedido ni uno solo!
Pero, ¿qué sucede?... Fouché cambia repentinamente de tono. Con su fino olfato presiente que en la Convención van a soplar los vientos de un cambio brusco. Hace algún tiempo que no es el mismo eco el que responde a la fanfarria estridente de sus ejecuciones. Sus amigos jacobinos, sus correligionarios ateos Hébert, Chaumette, Ronsin, han enmudecido de pronto... y para siempre, porque la garra implacable de Robespierre les aprieta inesperadamente la garganta. Con hábiles cambios de postura, pasando del campo de los enardecidos al campo de los tibios, inclinándose a la derecha o a la izquierda, este tigre de la moralidad ha saltado de repente desde la sombra sobre los ultrarradicales. Han conseguido que Carrier, que ahogaba en el Nantes a sus víctimas con la misma meticulosidad con que Fouché fusilaba a las suyas en Lyon, fuera citado ante la Asamblea para rendir cuentas; ha arrastrado a la guillotina, por medio de SainJust, en Strasburgo, al feroz Eulogio Schneider; ha calificado oficialmente los espectáculos ateos populares, como los celebrados por Fouché en Lyon, de verdaderas estupideces y los ha suprimido en París. Y como siempre, los diputados obedecen temerosos su gesto.
A Fouché le sobrecoge el temor de siempre: el temor de no estar con la mayoría. Los terroristas han sido desplazados, ¿para qué, entonces, seguir en sus filas? Lo mejor será pasarse pronto a los moderados, con Danton y Desmoulins, que piden un "tribunal de indulgencia"; desplegar sin tardanza la capa para que la hinche de nuevo el viento. Bruscamente, el 6 de febrero, manda suspender las "mitraillades", y sólo la guillotina (de la que decía en sus libelos que trabajaba demasiado despacio) sigue cortando, vacilante, dos o tres cabezas miserables por día. Verdaderamente una pequeñez, comparada con las antiguas fiestas nacionales sobre el llano de Brotteaux. En cambio, con toda energía, inicia un ataque repentino contra los radicales, contra los organizadores de sus fiestas y los ejecutores de sus órdenes. Del Saulo revolucionario surge de pronto un humano San Pablo. En forma rotunda se pasa al lado contrario.