Fouché (Stefan Zweig) (Stefan Zweig) Libros Clásicos

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Pero este odio todavía no se ha concentrado en la persona de Fouché. Sólo lo incluye en la especie, lo considera una variedad. Es demasiado altanero para reparar en él. ¿Para qué molestarse con un intrigante de esa calaña, que podría aplastar con el pie siempre que quisiera? Como hacía tanto tiempo que lo despreciaba, Robespierre sólo se había dignado observar a Fouché, pero no lo había combatido seriamente.
Ahora empiezan a darse cuenta de hasta qué punto era excesivo el mutuo desprecio que se tenían. Fouché reconoce el poder inmenso que ha llegado a tener Robespierre durante su ausencia. Todas las instituciones se le someten: el Ejército, la Policía, la Justicia, los Comités, la Convención y los jacobinos. Luchar contra él le parece inútil. Pero Robespierre lo ha obligado a la lucha y Fouché sabe que está perdido si no vence. Siempre de una desesperación surge una última fuerza, y así, a dos pasos del abismo, Fouché se vuelve repentinamente contra su perseguidor como un ciervo exhausto que ataca al cazador desde la última maleza donde se ha refugiado, sólo con el valor de la desesperación.
Las primeras hostilidades las inicia Robespierre. Por ahora sólo quiere darle una lección al impertinente, un aviso, un puntapié. El motivo para ello se lo ofrece aquel discurso célebre del 6 de mayo, en el que invita a todos los intelectuales de la República "a reconocer la existencia de un Ser Supremo y de la inmortalidad como potencia conductora del Universo". Nunca ha pronunciado Robespierre un discurso más impetuoso, más bello que éste, que escribió, según se dice, en la finca de Juan Jacobo Rousseau. En él el dogmático se convierte casi en poeta; el idealista turbio, en pensador. Separar la creencia de la no creencia y también de la superstición:; crear una religión que se eleve, por un lado, sobre el cristianismo corriente, adorador de imágenes, e igualmente sobre el puro materialismo y el ateísmo; o sea mantenerse en un término medio, como trata de hacerlo siempre en todas las cuestiones espirituales, ésa es la idea fundamental de su discurso que, a pesar de su retórica rimbombante, demuestra una verdadera ética y una voluntad apasionada de humana elevación. Pero ni en esta esfera elevada se puede librar de lo político; incluso en las ideas eternas se mezclan su rencor y sus ataques personales. Con odio recuerda a los muertos que él empujó a la guillotina y se burla de las víctimas de su política, de Danton y de Chaumette, como de ejemplos despreciables de inmoralidad y ateísmo.

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