María Antonieta (Stefan Zweig) Libros Clásicos

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Con mal disimulado enojo reconocen las damas, a quienes en ausencia de una prima donna les ha sido dado repre­sentar los primeros papeles, una rival victoriosa en aquella aún no desarrollada muchacha estrecha de hombros. Una única falta en su conducta advierte unánimemente la severa sociedad cortesana: aquella niña de quince años tiene la singular pretensión de moverse con infantil libertad, sin ningún envaramiento, por aquellos sacrosantos salones; siendo una bestezuela silvestres por su natural, la joven María Antonieta alborota por todas partes, con revoleo de faldas, jugando con los hermanos más jóvenes de su marido; aún no puede acostumbrarse a la desola da mesura, a la reserva glacial que sin cesar se exige aquí de la esposa de un príncipe real. En las grandes ocasiones sabe conducirse irreprochablemente, pues ha sido educada bajo una etiqueta no menos pomposa, bajo la hispano-habsburguesa. Pero en la Hofburg y en Schoenbrunn no se adoptaban continentes tan solemnes más que en las solemnidades; para las recepciones se sacaba el ceremonial, como un traje de gala, y se deponía, con un suspiro de satisfacción, tan pronto como los haiducos habían cerrado la puerta a espalda de los visitantes. Entonces se esponjaban a su gusto, se convertían en sencillos y familiares, era permitido a los niños alborotar y divertirse alegremente; cierto que en Schoenbrunn se servían de la etiqueta, pero no se la servía como esclavos delante de un dios. En cambio, aquí, en esta corte preciosa y anticuada, no se vive para vivir, sino únicamente para representar, y cuanto más alta la categoría de un personaje, más son las prescripciones que tiene que cumplir. Por tanto, ¡en nombre del cielo!, que jamás ha ya un gesto espontáneo, no cabe mostrarse natural a ningún precio; sería una falta contra las costumbres que nada podría reparar. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana, siempre buen porte, buen porte y buen porte; si no, murmura el implacable público de aduladores, el objeto de cuya existencia es vivir en este teatro y para él.
María Antonieta, ni de niña ni cuando reina, ha querido comprender jamás esta espantosa y solemne severidad, este sagrado ceremonial de Versalles; no concibe la terrible importancia que toda la gente atribuye aquí a una inclinación de cabeza o a una precedencia o primacía, y no la comprenderá jamás. Naturalmente obstinada, terca y, por encima de toda traba, sincera, odia toda especie de restricción; como auténtica austríaca, quiere dejarse llevar por los acontecimientos, vivir a su gusto y no sufrir a cada paso esa insoportable afectación, ese darse importancia y suficiencia. Lo mismo que se libraba de sus deberes escolares en su casa natal, también aquí en toda ocasión procura escabullirse de su severa dama de honor.

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