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Con gran sorpresa suya, el embajador austríaco, Mercy, se ve convocado a una confe rencia por el ministro francés de Asuntos Extranjeros, y no en la sala de audiencias, sino en las habitaciones de la condesa Du Barry. Al punto comienza a sospechar toda suerte de cosas, por esta singular elección de lugar, y ocurre exactamente to que él ha esperado: apenas ha hablado algunas palabras con el ministro cuando entra la condesa Du Barry, le saluda cordialmente y le refiere al detalle lo injusto que se es con ella si se le atribuyen sentimientos hostiles hacia la delfina; al contrario, es ella la que viene siendo calumniada. Para el buen embajador Mercy es enojoso convertirse tan de repente de representante de la empe ratriz en confidente de la Du Barry, y habla con diplomacia una y otra vez. Pero entonces se abre silenciosamente la secreta puerta en la tapicería y Luis XV interviene, con toda su majestad, en la delicada conversación. «Hasta ahora ha sido usted -le dice a Mercy-el embajador de la emperatriz; sea usted ahora embajador mío por algún tiempo, se lo ruego.» Después se expresa muy francamente sobre María Antonieta. La encuentra encantadora: pero siendo como es muy joven y excesivamente llena de vida, y además casada con un esposo que no sabe dirigirla, cae en toda suerte de intrigas y se deja dar malos conse jos por otras personas (alude a las tías, sus propias hijas). Ruega por eso a Mercy que emplee toda su influencia para que la delfina modifique su conducta. Mercy comprende al instante que el asunto se ha convertido en político; está en presencia de una orden clara y manifiesta que tiene que ser ejecutada; el rey exige una capitulación completa. Bien se comprende que Mercy, con toda celeridad, informa a Viena de la situación, y, para suavizar hasta aquí lo penoso de su cometido, ponga algún amistoso afeite en el retrato de la Du Barry; no es tan mala como parece, y todo su deseo consiste en una pequeñez: que la delfina, una sola vez, le dirija públicamente la palabra. Al mismo tiempo, visita a María Antonieta, insiste a insiste, y no vacila en emplear las armas más afiladas. La intimida aludiendo vagamente a venenos con los cuales, en la corte francesa, ha sido suprimida más de una persona altamente situada, y, con fuerza de persuasión muy especial, le describe la discordia que puede producirse entre Habsburgos y Borbones. Éste es el naipe mejor de su juego: echar sobre María Antonieta todas las culpas para el caso de que la alianza, la obra maestra de su madre, llegue a ser rota a causa de su conducta.
Y en efecto, la artillería gruesa comienza a hacer su obra: María Antonieta se deja atemorizar.