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Llegadas a mi casita, o sea al templo del amor, escogí el traje de casa más elegante; es delicioso y de mi invención, nada deja ver y, sin embargo, señala todas las formas. Le prometo a usted un modelo para su presidenta; cuando la haya hecho digna de llevarlo.
Después de estos preparativos, mientras Victorina se ocupaba de otros pormenores, leí un capítulo de El Sofá, una carta de Heloisa y dos cuentos de La Fontaine para recordar los diversos tonos que yo quería tomar. Entretanto mi caballerete volvió a mi casa con la exactitud de siempre. Mi portero no lo dejó entrar diciendo que yo estaba indispuesta.
Primer incidente. Luego le dio un billete mío, mas no de mi mano, según mi regla de prudencia; entonces él abre y halla escrito de puño de Victorina: "A las nueve en punto en el paseo del boulevard, enfrente de los Cafés". Va allí, y un lacayito que cree no conocer, y que era Victorina, le indica que despida su coche y le siga. Todo este modo romántico lo levantaba de cascos y esto siempre es bueno. Llegó por fin y la sorpresa y el amor le causaron un verdadero encantamiento. Para dejarle que se repusiera un poco, nos paseamos un rato por el jardín. Después le hice volver a mi habitación, y allí vio dos cubiertos puestos y una cama hecha. Pasamos al gabinete, que estaba adornado con el mayor gusto. Allí, mitad por sensibilidad, mitad por reflexión, le cogí entre mis brazos y me eché a sus pies. "Oh, mi querido amigo, le dije, para procurarte esta sorpresa, me acuso de haberte afligido, con la apariencia de un enfado, y haberte un instante solo ocultado el interior de mi corazón; perdóname mi falta, quiero expiarla a fuerza de amor". Ya juzgará usted el efecto que produjo este discurso apasionado. El feliz caballero me levantó y mi perdón fue sellado en el mismo canapé en que usted y yo sellamos tan alegremente y del mismo modo nuestro eterno rompimiento. Como teníamos que pasar seis horas juntos, y había yo resuelto que todo este tiempo fuera igualmente delicioso para él, moderé sus trasportes, y las gracias y amables entretenimientos dieron tregua a la ternura. No creo haber puesto jamás tanto esmero en agradar ni haber estado nunca tan contenta de mí misma. Después de la una, ya aniñada, ya razonable, ya tumultuosa, ya sensible, y algunas veces libertina, me placía el contemplarle como un sultán en su serrallo donde yo sola hacía el papel de diferentes favoritas.