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Fui a sentarme junto al bastidor. Unas miradas más dulces que de ordinario, y casi acariciadoras, me advirtieron muy luego que el criado había ya dado cuenta de su comisión. En efecto, mi amable curiosa no pudo guardar más tiempo el secreto; y sin temor de interrumpir al venerable sacerdote, cuyo tono parecía no obstante el de un sermón, exclamó: "Yo también tengo una noticia que dar". Y en seguida contó mi aventura con una exactitud, que hacía honor a su historiador. Ya piensa usted como desenvolvería yo mi modestia; pero, ¿quién sería capaz de detener a una mujer que, sin sospecharlo, hace el elogio del que ama? Tomé, pues, el partido de dejarla hablar. Diríase que predicaba el panegírico de un santo.
10 La señora de Tourvel no se atreve a decir que iba por orden suya.
En el ínterin yo observaba, no sin esperanza, todo lo que mi amor podía prómeterse de su semblante animado, de sus movimientos ya más francos, y, sobre todo, del metal de su voz que, con su alteración sensible, descubría la emoción de su alma. Apenas acabó de hablar: "Ven, sobrino mío, ven que te abrace", me dijo la señora de Rosemonde. Comprendí al instante que la linda predicadora no podría evitar el ser abrazada también; quiso escaparse, pero pronta se halló entre mis brazos; y lejos de tener fuerza para resistir, apenas le quedó la de sostenerse. Cuanto más observo a esta mujer tanto más apetecible me parece. Se dio prisa a volver a su bastidor, y afectó para todos reanudar su bordado; mas yo me percaté bien de que el temblor de su mano no le permitía seguir trabajando.
Después de comer, las damas quisieron ir a ver a los desgraciados que yo había socorrido tan piadosamente y fui acompañándolas. Excuso a usted el fastidio de esta segunda escena de reconocimiento y elogios; mi corazón, impelido por un recuerdo delicioso, se apresura a referir el momento de la vuelta a la quinta. Ocupado enteramente de hallar los medios para aprovecharse del efecto producido por el suceso de aquel día yo continuaba guardando el mismo silencio. Sólo la señora de Rosemonde hablaba, pero no lograba de nosotros sino respuestas cortas y pocas. Debimos aburrirla: tal era mi fin y lo alcancé. Así es que, al bajar del coche, se entró en su cuarto y me dejó a solas con mi hermosa en un salón poco alumbrado, agradable oscuridad que da aliento al amor tímido.