Las amistades peligrosas (Choderlos de Laclos) Libros Clásicos

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Piense, sobre todo, mi bella amiga, que algunas veces basta para perder dicha estimación, el afectar dar poca importancia; no llame usted injusticia esta severidad porque, fuera de que debe creerse que no se renuncia a un bien tan preciado cuando se tiene derecho a él, efectivamente está más cerca de obrar mal aquel a quien no contiene este freno. Tal sería, sin embargo, el aire que le daría a usted una relación íntima con el señor de Valmont, por más inocente que fuese.
Alarmada al ver la vehemencia con que lo defiende, me apresuro a satisfacer las objeciones que ya preveo. Me citará usted a la señora de Merteuil, a quien se le ha perdonado su trato con ese sujeto; me preguntará por qué la recibo en mi casa; me dirá quo lejos de ser desechado por las gentes honradas, está admitido y aun buscado por lo que se llama buena sociedad. Creo que puedo responder a todo esto.
Por de contado, la señora de Merteuil, sin duda muy estimable, no tiene tal vez otro defecto que el de confiarse demasiado en sus fuerzas; es parecida a un conductor hábil que gusta de regir a su carro entre rocas y precipicios, y a quien sólo el acierto justifica. A medida que va teniendo más experiencia, sus principios son más severos y no temo asegurar que en este punto pensaría como yo.
Por lo que a mí toca, no me justificaré más que las otra. Recibo, sin duda, al señor de Valmont y todo el mundo lo recibe. Pero esto es una inconsecuencia que debe aludirse a mil otras que rigen la sociedad. Usted sabe como yo que se emplea la vida en observarlas, en criticarlas y en prometerlas. El señor de Valmont, con un nombre ilustre, una gran riqueza y muchas cualidades amables, ha conocido muy pronto que para dominar en la sociedad basta saber manejar con igual destreza el elogio y la sátira. Nadie le aventaja en ambas cosas; seduce con la una y se hace temer con la otra. Ninguno le estima, pero todos le acarician. Así vive en medio de un mundo que, más prudente que atrevido, prefiere contemplarle a combatirle.
Pero ni la misma señora de Merteuil ni ninguna otra mujer se atrevería a encerrarse en una casa de campo y casi a solas con un hombre semejante. Estaba reservado a la más prudente, a la más juiciosa de todas el dar este ejemplo de inconsecuencia; perdóneme esta palabra que deja escapar mi amistad.

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