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negligencia y una miseria extremas.
Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba desde el
pecho y la espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente
descarnados, y cuya piel marchita testimoniaban una edad avanzada. Las
desolladuras y cicatrices que le cubrían los miembros, aso como lo atezado
de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que aquel hombre estaba
expuesto al choque directo con la naturaleza y los elementos.
El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus
miembros a los pasos lentos del viejo que lo seguía. También él tenía como
única vestidura una piel de animal: un trozo de piel de oso de bordes
desiguales, con agujero central por el que se lo pasaba por la cabeza.
Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetamente colocaba encima
de la oreja, una cola de cerdo recién cortada.
Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda
colgaba un carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello,
sujeta por una correa, salía el mango nudoso de un cuchillo de caza. El
muchacho era negro como una mora, y su modo ágil de moverse recordaba el
de un gato. Sus ojos azules, de una azul intenso, eran vivos y penetrantes
como barrenas, y su color celeste contrastaban con la piel quemada por el
sol que los enmarcaba.
Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos
circundantes, y las aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un
perpetuo acecho del mundo exterior, del que recogía ávidamente todos los
mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan adiestrado que
operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda
naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la
aparente calma reinante, los más leves sonidos, los distinguía unos de
otros y los clasificaba: el roce del viento en las hojas, el zumbido de