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Los muchachos no prestaron la menor atención a las quejas y
recriminaciones del vejestorio. Pero el viejo fue ahora más prudente, y no
se quemó la boca. Todos se habían puesto a comer, haciendo mucho ruido con
la lengua y chasqueando los labios.
El tercer niño, que se llamaba Cara de Liebre y que tenía ganas de reír un
poco más, colocó disimuladamente un poco de arena en uno de los
mejillones, que ofreció luego al viejo. Cuando éste se lo metió en la
boca, la arena le daño las encías y las mucosas bucales e hizo una mueca
horrible.
Recomenzó entonces la risa, tumultuosamente. El viejo no se daba cuenta de
que había sido objeto de una broma pesada. Balbuceaba lastimosamente y
escupía con todas sus fuerzas. Finalmente, Edwin se apiadó y le tendió una
calabaza con agua fresca, con la que el viejo se enjuagó la boca.
--A ver, Hu-Hu, ¿dónde están los cangrejos? --preguntó Edwin--. Hoy el
abuelo tiene hambre.
Al oír hablar de cangrejos, los ojos del viejo brillaron de gula, y Hu-Hu
le tendió uno, que era de muy buen tamaño. El caparazón y las patas
estaban enteros, pero vacíos. Con las manos temblorosas y emitiendo
grititos de impaciencia, el viejo quebró una de las patas, pero no
encontró sino vacío.
--¡Un cangrejo, Hu-Hu! Gimió--. ¡Dame un cangrejo de verdad!...
--¡Nos hemos burlado de ti, abuelo! -contestó Hu-Hu--. No hay cangrejos.
No he encontrado ninguno.
La decepción se pintó en la cara arrugada del vejestorio, que volvió a
echarse a llorar a mares mientras los muchachos se reían
inconteniblemente.
Disimuladamente, Hu-Hu reemplazó el caparazón vacío, que el viejo había
dejado en el suelo delante suyo, por un cangrejo lleno, cuyas patas y
caparazón estaban ya quebradas y cuya carne blanca emitía una aroma
delicioso. El olfato del viejo sintió un divino cosquilleo, y bajó la
mirada, sorprendidísimo. . su lúgubre humor se trocó acto seguido en