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las destruían. Del mismo modo que vosotros, hijitos, alejáis a los lobos
de vuestras cabras o aplastáis a los mosquitos que se ceban con vosotros.
Los bacteriólogos...
--¿Cómo dices, abuelo?... -interrumpió Edwin.
--"Bac-te-rió-lo-gos"... Tu tarea, Edwin, consiste en guardar las cabras.
Las vigilas todo el día, y sabes muchas cosas a cerca de ellas. Un
bacteriólogo es el que vigila los gérmenes, los estudia, y, cuando es
preciso, lucha contra ellos y los destruye, como haces tú con los lobos.
Pero, igual que en tu caso, no siempre triunfan. Así, por ejemplo, había
una enfermedad espantosa, llamada "lepra". Un siglo, es decir cien años
antes de mi nacimiento, los bacteriólogos habían descubierto el germen de
la lepra. Lo conocían perfectamente. Lo dibujaron. Yo vi esos dibujos.
Pero no encontraron el modo de matarlo. En 1894 surgió la peste
pantoblast. Apareció en un país llamado Brasil, e hizo morir a miles de
hombres. Los bacteriólogos descubrieron su germen, consiguieron matarlo, y
la peste pantoblast se detuvo. Fabricaron una cosa llamada "suero", un
líquido que introducían en el cuerpo humano y que destruía el germen del
pantoblast sin matar al hombre. En 1947 hubo un mal extraño que atacaba a
los niños de diez meses o menos, y que los incapacitaba para mover las
manos y os pies, para comer, o para hacer cualquier cosa. Los
bacteriólogos tardaron once años para encontrar ese germen extraño, en
poder matarlo y salvar a los niños pequeños. A pesar de estas enfermedades
y de sus estragos, la humanidad seguía creciendo, y cada vez más los
hombres se aglomeraban en las grandes ciudades. Ya en 1929 un sabio
ilustre, llamado Soldervetzky, había pronosticado que una gran enfermedad,
mil veces más mortal que todas las que habían precedido, llegará cierto
día y mataría a los hombres a millares y a miles de millones. Ya que la
fecundidad de las alianzas, así se expresaba él, es infinita.
En aquel momento, Cara de Liebre se puso de pie y, con una mueca