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Chicago, luchaba en secreto contra aquel mal desde hacía ya dos semanas.
Las noticias habían sido censuradas... Quiero decir que se había impedido
que circularan por el resto del mundo.
>>La cosa parecía grave, desde luego. Pero nosotros, en California, lo
mismo que en cualquier otra parte, no perdimos la cabeza. No había que no
estuviera convencido que los bacteriólogos encontrarían el modo de
aniquilar el nuevo germen, lo mismo que habían encontrado en el pasado en
los casos de los otros gérmenes.
>>Lo que resultaba inquietante, sin embargo, era la rapidez prodigiosa con
que aquel germen destruía a los humanos, y también el hecho de que la
persona atacada por él muriera infaliblemente. Ni un solo caso de
curación. En otros tiempos ya se había conocido la fiebre amarilla, una
vieja enfermedad que tampoco resultaba nada apacible. Por la noche, cenaba
uno con una persona que gozaba de buena salud, y, la mañana siguiente, si
uno se levantaba lo bastante temprano, veía pasar el coche fúnebre que se
llevaba al convidado de la víspera.
>>la nueva peste era todavía más expeditiva. Mataba mucho más aprisa. A
menudo no transcurría ni una hora entre los primeros síntomas de la
enfermedad y la llegada de la muerte. Había casos en que el atacado
resistía varias horas; pero había otros en que todo terminaba en diez
quince minutos de las primeras señales.
>>Lo primero era que el corazón latía aceleradamente, y que aumentaba la
temperatura corporal. Luego, una erupción de color rojo intenso se
extendía como una erisipela por la cara y el cuerpo. Mucha gente no se
daba cuenta de la aceleración de los latidos ni de la elevación de la
temperatura, y sólo recibía la advertencia en el momento en que se
manifestaba la erupción.
>>Ordinariamente, esta primera fase de la enfermedad parecía acompañada de
convulsiones; pero no parecían graves, y, cuando cesaban, aquel que las
había superado volvía de repente a un profundo estado de calma.