La peste escarlata (Jack London) Libros Clásicos

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otras veinticuatro horas en la casa, para que fuera absoluta la
certidumbre de que estaba indemne. Acepté, y me prometió pasar a recogerme
al día siguiente.
>>Estábamos hablando de los detalles de nuestro aprovisionamiento y de
cómo organizaríamos la defensa de la escuela de química cuando el teléfono
calló. El teléfono murió mientras hablábamos. Aquella noche no hubo ya luz
eléctrica, y permanecí solo en la casa, envuelto en tinieblas.
>>Ya no se imprimía ningún diario, y, por lo tanto, yo ignoraba lo que
ocurría fuera. Solamente oía el ruido de los alborotos, las detonaciones
de los disparos de revólver; y percibía en el cielo el resplandor de un
gran incendio en dirección a Oakland. Fue una noche de angustia y no puede
pegar ojo.
>>En el curso de aquella noche, un individuo, ignoro en qué circunstancias
exactamente, fue muerto en la acera frente a la caza. Oí de repente las
veloces detonaciones de una pistola automática, y, al cabo de algunos
minutos, el desdichado, arrastrándose herido hasta la puerta, llamó a
ella, gimiendo y suplicando auxilio.
>>Me armé de dos pistolas automáticas, bajé y me acerqué a él. Lo examiné
a la luz de una cerilla a través de la reja, y vi que, mientras agonizaba
de sus heridas lo atacaba al mismo tiempo la peste escarlata. Volví a
entrar rápidamente a mi casa, y, durante todavía otra media hora, seguí
oyendo sus lamentos y sus gritos de auxilio.
>>La mañana siguiente legó mi hermano. Yo había puesto en una bolsa de
viaje todas las pequeñas cosas de valor que quería llevarme. Pero cuando
miré a mi hermano a la cara, comprendí que él no vendría conmigo: tenía la
peste.
>>Me tendió la mano para estrechar la mía. Retrocedí horrorizado.
>>--Mírate al espejo -le ordené.
>>Eso hizo, y, ante las llamas rojas que le incendiaban el rostro y que
aumentaba de intensidad mientras se miraba, se abatió en una silla, preso

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