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de un espasmo nervioso.
>>--¡Dios mío! -dijo--. ¡Estoy atacado! Hermano, no te acerques... Soy
hombre muerto.
>>Entonces se apoderaron de él las convulsiones. No murió sino al cabo de
dos horas, y, hasta el último instante, conservó una plena lucidez
mientras lo invadía la parálisis que ascendía lentamente hasta su corazón.
>>Cuando hubo muerto tomé mi bolsa y me encaminé hacia la escuela de
química. El espectáculo de las calles era aterrador. E todas partes
tropezaba uno con cadáveres. Algunas de las víctimas de la peste no habían
muerto todavía. Se las veía agonizar. Se extendían los incendios. En
Berkeley todavía no había más que focos aislados, pero Oakland y San
Francisco estaban barridos por las llamas. El hum oscurecía en cielo, y el
mediodía parecía un sombrío crepúsculo. Por momentos, cuando soplaba el
viento y desplazaba a un lado u otro aquellos humos, el sol perforaba
difusamente la bruma, y se entreveía su globo, de un ojo apagado. Lo
cierto, hijitos, es que aquello tenía todo el aire del fin del mundo.
>>Aquí y allí, numerosos automóviles estaban inmovilizados por la falta de
gasolina y de piezas de recambio en los garajes. Recuerdo especialmente
uno de aquellos coches, uno en el que estaban muertos un hombre y una
mujer, echados hacia atrás en sus asientos. Al lado del coche, otras dos
mujeres y un niño habían bajado a la acera, y esperaban quién sabe qué.
>>En todas partes se ofrecían a la mirada dolorosos espectáculos de la
misma especie. Había hombres que se deslizaban furtivamente junto a los
muros de las casas, silenciosos, semejantes a fantasmas. Mujeres de tez
lívida llevaban a niños pequeños en brazos mientras que los padres levaban
tomados de las manos a los hijos ya un poco más crecidos y capaces de
andar. Solos, en parejas o por familias, todos los habitantes huían de la
ciudad de la muerte. Unos se habían cargado de provisiones. Otros llevaban