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Durante siglos, Granbretán había vivido del pillaje, y ahora tenía que alimentarse de sus propios recursos. Por tanto, los soldados que habían pertenecido a las órdenes de las bestias fueron enviados a trabajar en las granjas, limpiar los bosques, cuidar el ganado y plantar cosechas. Se eligieron consejos locales en representación de los intereses de los habitantes. La reina Flana convocó un parlamento, que ahora la aconsejaba y ayudaba a gobernar con justicia. Resultaba extraño que una nación tan propensa a la guerra, una nación de castas militares, se hubiera convertido con tanta rapidez en una nación de granjeros y guardabosques. Casi todos los habitantes de Granbretán habían aceptado su nueva vida con alivio, una vez convencidos de que se hallaban libres de la locura que había afectado a toda la nación y que, de hecho, aspiraba a extenderse por todo el mundo.
Y los días transcurrían con tranquilidad en el castillo de Brass.
Y así habría sido siempre (hasta que Manfred y Yarmilla hubieran crecido, Hawkmoon y Yisella envejecido y, por fin, fallecido un día en paz y tranquilidad, sabiendo que el terror del Imperio Oscuro jamás volverían a la Karmag), de no ser por algo extraño que empezó a suceder hacia finales del sexto verano transcurrido desde la batalla de Londra, cuando Dorian Hawkmoon descubrió, asombrado, que los habitantes de Aigues-Mortes le dirigían miradas peculiares cuando les saludaba en la calle; algunos simulaban no conocerle y otros fruncían el ceño, murmuraban y se alejaban cuando él se acercaba.
Era costumbre de Dorian Hawkmoon, como lo había sido del conde Brass, asistir a las grandes celebraciones que marcaban el final del verano. Entonces, Aigues-Mortes se decoraba con flores y estandartes. Los ciudadanos se ponían sus mejores ropas, se soltaban toros blancos por las calles y los guardianes de las torres de vigilancia cabalgaban engalanados con sus relucientes armaduras y sobrevestes de seda, las espadas al cinto. Y había corridas de toros en el anfiteatro, increíblemente antiguo, enclavado en las afueras de la ciudad. Allí fue donde el conde Brass salvó en cierta ocasión la vida del gran torero Mahtan Just, cuando un gigantesco toro le corneó. El conde Brass saltó a la arena y sujetó al toro con sus manos desnudas, hasta poner de rodillas al animal y recibir las aclamaciones de la multitud, porque el conde Brass ya era un hombre de cierta edad.
Ahora, los festejos ya no se circunscribían al ámbito local. Embajadores de toda Europa acudían a rendir homenaje al héroe y la heroína supervivientes de Londra, y la reina Flana había visitado el castillo de Brass en dos ocasiones anteriores. Este año, sin embargo, asuntos de estado habían retenido a la reina Flana en su país, y envió a un noble como representante.