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A Hakwmoon le complacía advertir que el sueño acariciado por el conde Brass, una Europa unificada, empezaba a convertirse en realidad. Las guerras con Granbretán habían contribuido a derribar las viejas fronteras, uniendo a los supervivientes en una causa común. Europa aún estaba compuesta por un millar de pequeñas provincias, todas independientes, pero colaboraban en muchos proyectos relacionados con el bien común.
Los embajadores llegaron de Scandia, Muscovy, Arabia, de los territorios griegos y búlgaros, de Ukrainia, Nurnberg y Catalania. Llegaron en carruajes, a caballo o en ornitópteros cuyo diseño copiaba a los de Granbretán. Trajeron regalos y discursos (algunos largos, otros breves) y hablaron de Dorian Hawkmoon como si fuera un semidiós.
En años anteriores, sus alabanzas habían encontrado una respuesta entusiasta en el pueblo de la Kamarg, pero este año, por algún motivo, sus discursos no obtuvieron tantos aplausos como antes. Pocos lo advirtieron, no obstante. Sólo Hawkmoon y Yisselda que, si bien sin resentimiento, se quedaron muy sorprendidos.
El discurso más fervoroso pronunciado en la antigua plaza de toros de Aigues-Mortes provino de Lonson, príncipe de Shkarlan, primo de la reina Flana y embajador de Granbretán. Lonson era joven y apoyava con vigor la política de la reina. Apenas contaba diesisiete años cuando la batalla de Londra arrebató a su nación su maligno poder, y por eso no abrigaba ningún rencor hacia Dorian Hawkmoon von Koln. De hecho, consideraba a Hawkmoon un salvador, que había traído paz y cordura a su reino. El discurso del príncipe Lonson rezumaba admiración hacia el nuevo Señor Protector de la Kamarg. Recordó grandes proezas bélicas, grandes esfuerzos de voluntad y autodisciplina, grandes ideas en las artes de la estrategia y la diplomacia, gracias a las cuales, dijo, las futuras generaciones no olvidarían a Dorian Hawkmoon. No sólo había salvado a la Europa continental, sino al Imperio Oscuro de sí mismo.
Dorian Hawkmoon, sentado en su palco tradicional con los invitados extranjeros, escuchó el discurso con cierto embarazo y esperó que no se prolongara en exceso. Vestía la armadura ceremonial, tan labrada como incómoda, y le dolía horriblemente la nuca. No sería educado sacarse el casco y rascarse mientras el príncipe Lonson hablaba. Contempló la multitud sentada en los bancos de granito del anfiteatro y en el ruedo de la propia plaza. Aunque la mayoría de los espectadores escuchaban con aprobación el discurso del príncipe Lonson, otros murmuraban entre sí, con el ceño fruncido. Un anciano, al que Hawkmoon reconoció como un exguardia que había combatido al lado del conde Brass en muchas de sus batallas, llegó a escupir en el ruedo cuando el príncipe Lonson comentó la inquebrantable lealtad de Hawkmoon a sus camaradas.
Yisselda también se dio cuenta y frunció el ceño.