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Miró a Hawkmoon para ver si lo había advertido. Sus ojos se encontraron. Dorian Hawkmoon se encogió de hombros y le dirigió una breve sonrisa. Ella sonrió, pero sin alterar su expresión preocupada.
El discurso concluyó por fin, sonaron aplausos y la gente empezó a abandonar el ruedo para que entrara el primer toro y un torero intentara apoderarse de las cintas de colores atadas a los cuernos de la bestia (pues no existía costumbre en la Kamarg de demostrar el valor martirizando animales; sólo se utilizaba la destreza contra la fiereza de los toros).
Sólo quedó un hombre en la arena. Hawkmoon recordó su nombre. Era Czernik, un mercenario búlgaro que se había unido con sus fuerzas al conde Brass y cabalgado con él en una docena de campañas. Czernik tenía la cara colorada, como si hubiera bebido, y se tambaleó un poco cuando apuntó con el dedo al palco de Hawkmoon y volvió a escupir.
-¡Lealtad! -graznó el anciano-. A mí no me engañáis. Yo sé quién fue el asesino del conde Brass, quién le vendió a sus enemigos. ¡Cobarde! ¡Comediante! ¡Falso héroe!
Hawkmoon se quedó estupefacto al escuchar la retahíla de Czernik. ¿A qué se refería el viejo?
Saltaron al ruedo varios senescales, agarraron a Czernik por los brazos y trataron de llevárselo, pero el viejo se resistió.
-¡Así es como vuestro amo intenta silenciar la verdad! -rugió Czernik-. ¡Pero no puede ser silenciada! ¡Ha sido acusado por el único en cuya palabra se puede confiar!
Sí sólo hubiera sido Czernik el que demostrara tal animosidad, Hawkmoon habría atribuido su estallido a la senilidad, pero no era el caso. Czernik había expresado lo que Hawkmoon había visto hoy en más de un rostro... y también en los días previos.
-¡Soltadle! -gritó Hawkmoon, poniéndose en pie e inclinándose sobre la balaustrada-. ¡Dejadle hablar!
Por un momento, los senescales no supieron qué hacer. Después, de mala gana, soltaron al viejo. Czernik permaneció en pie, tembloroso, y plantó cara a Hawkmoon.
-Bien, di de qué me acusas, Czernik. Te escucharé -habló Hawkmoon.
La atención de todos los congregados estaba concentrada en Dorian y Czernik. Un gran silencio cayó sobre el anfiteatro.
Yisselda tiró del sobreveste de su marido.
-No le escuches, Dorian. Está borracho. Está loco.
-¡Habla! -le conminó Hawkmoon.
Czernik se rascó la cabeza, donde el pelo gris empezaba a ralear. Paseó la mirada por la multitud. Masculló algo.
-¡Habla más claro! -dijo Hawkmoon-. Ardo en deseos de escucharte, Czernik.
-¡Os he llamado asesino y eso es lo que sois!
-¿Quién te ha dicho que soy un asesino?
Czernik farfulló algo inaudible.