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Incluso un guardia de servicio en una torre del este afirma haber divisado su figura a lo lejos. Una figura que reconoció, sin lugar a dudas, como la del conde Brass.
-¿Sabéis dónde está Czernik ahora?
-Probablemente en «La Travesía del Dniéper», al final del callejón. Es donde suele dilapidar su pensión.
Salieron a la calle adoquinada.
-Capitán Vedla -dijo Hawkmoon-, ¿me creéis capaz de traicionar al conde Brass?
Vedla se frotó su agrietada nariz.
-No. Casi nadie lo cree. Cuesta pensar en vos como en un traidor, duque de Koln, pero las habladurías son consistentes. Todo el mundo que se ha tropezado con ese..., ese fantasma, cuenta la misma historia.
-Pero no es propio del conde Brass, vivo o muerto, vagar por las afueras de las ciudades, proclamando sus quejas. Si quisiera vengarse de mí, ¿no creéis que iría directamente a mi encuentro?
-Sí. El conde Brass no era un hombre vacilante. Aún así -el capitán Vedla sonrió levemente-, también sabemos que los fantasmas actúan según las costumbres de los fantasmas.
-¿Creéis en fantasmas, pues?
-Yo no creo en nada. Y creo en todo. El mundo me ha enseñado esta lección. Pensad en los acontecimientos relacionados con el Bastón Rúnico... ¿Puede creer un hombre normal que sucedieron en realidad?
Hawkmoon no pudo por menos que devolver la sonrisa a Vedla.
-Entiendo vuestro comentario. Bien, buenas noches, capitán.
-Buenas noches, mi señor.
Josef Vedla se marchó en dirección contraria, mientras Hawkmoon guiaba a su caballo calle abajo, hasta que vio el letrero de la taberna llamada «La Travesía del Dniéper». La pintura había saltado y la taberna se veía hundida, como si hubieran quitado alguna de sus vigas centrales. Su aspecto era poco halagüeño y el olor que brotaba de su interior era una mezcla de vino agrio, excrementos animales, grasa y vómitos. Era el lugar ideal para un borracho: podía comprar olvido a un precio irrisorio.
El local estaba vacío cuando Hawkmoon asomó la cabeza por la puerta y entró. Algunos tizones y velas iluminaban la sala. El suelo sucio, los bancos y mesas mugrientos, la piel cuarteada de los pellejos de vino, diseminados por todas partes, las jarras de madera y arcilla astilladas, los hombres y mujeres andrajosos casi derrumbados sobre las mesas o tirados en los rincones, todo contribuyó a reforzar la primera impresión de Hawkmoon. La gente no visitaba «La Travesía del Dniéper» por motivos sociales. Iban a emborracharse lo más rápido posible.
Un hombrecillo sucio, con una orla de grasiento cabello negro alrededor de la calva, se desgajó de las tinieblas y sonrió a Hawkmoon.
-¿Cerveza, mi señor? ¿Vino de calidad?