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Tuvo por unos momentos el empaque de una diosa. Sus mejillas aparecían encendidas y el cabello, abundante y liso, semejaba un estandarte que pregonaba su grandeza. Pero sólo fue un instante. Su propia furia cayó sobre ella, aplastándola. Su propia furia la devolvió al dolor, y todo su cuerpo se encogió de nuevo.
-El despecho es tan cruel como el amor -exclamó, tendiendo el brazo armado hacia sus esclavas-. ¡Carmiana, Iris, amigas mías, tenedme la mano, no dejéis que se aferre a la espada! No es para mi esposo. Es para mi pecho, que fue incapaz de vibrar y retenerle. ¿No he de tener la dignidad de mis ancestros? ¿No sabré cómo acabar con esta angustia?
Un recuerdo excepcional detuvo sus gritos. Regresó un instante privilegiado de su vida, un instante privilegiado del mundo entero. Y era aquel en que entró triunfalmente en Roma, como huésped del gran Julio César. ¡Cuando su esplendorosa juventud todavía era capaz de derrotar al Tiempo!
-Vosotros, que me visteis llorar, escuchadme ahora. ¡Contra los años jóvenes de la romana, mi cuerpo egregio! ¡Contra el desprecio que me hace Antonio, el respeto que me tuvo César! ¡Obtuve el amor del más grande de todos los conquistadores! ¿Ha de ser Antonio más que César, cuando se permite rechazarme? No será mi majestad quien lo tolere. No lloréis por mi agonía, pues no existe. Es despecho. Es mi sed de venganza. Que cesen estos salmos de dolor. Que cese el luto. ¡Oro para mi barca! ¡Velas rojas que anuncien mi alegría! Que recuerde el mundo que esta barca llevó a César por el Nilo, y esto le basta para ser un palacio...
Y entonces se dirigió a los campesinos de la orilla:
-¡Silencio ya! Este dolor ofende a mi grandeza. ¿No veis que me rebaja?
Pero los campesinos no podían reconocer a la reina de Egipto en aquella figura grotesca que, aferrada a la borda, continuaba implorando silencio. El dolor ya estaba disparado y era como una orden que, recogida por la multitud, no podía detenerse. Seguía en las orillas el más esplendoroso funeral que tuviese en vida una soberana.
Muchos brazos fueron necesarios para arrancarla de la borda. Lloraban sus damas, rompían todas las cadenas del protocolo, estrechándola contra sus cuerpos, recibiendo su llanto. Y aquella amazona del despecho, que había recorrido la cubierta a zancadas indignas de su rango, volvió a empequeñecerse como antes, y todo su cuerpo fue formando un ovillo de velos que la iban cubriendo hasta que ya nadie pudo verla, hasta que se perdió en el laberinto que Amor creaba en su alma.
Se la llevaron al camarote. Y Epistemo permaneció largo rato arrodillado.