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¡Nuevas para Cleopatra sólo podían ser nuevas de Antonio! De Antonio, exiliado en Roma.
Y si alguno de los reunidos se extrañase cuando al hablar del viaje del amado se invocaba al exilio, bastó recordar con cuánta pasión había depositado Antonio su voluntad sobre los mármoles de Alejandría. Durante un invierno ésta fue su ciudad, aquí estuvieron sus amores, en estos templos conmemoró sus triunfos militares para oprobio de los romanos e indignación de quien se había erigido en portavoz de sus destinos: Octavio Augusto. El heredero legitimado de César. El que compartió con Antonio la división del Imperio.
La sombra de quien era el compañero de su amado y a la vez el más acerbo de sus críticos enturbió por un instante las esperanzas de Cleopatra. ¡Aquel jovenzuelo demasiado arrogante seguía amenazando aun desde lejos! Su severidad proverbial dio paso a la dureza cada vez que exigió el regreso de Antonio a Roma. Predisponía contra él a sus mejores amigos, intentaba arrebatarle el amor de sus soldados, le pintaba ante el Senado como un borrachín que abandonó todos sus deberes para fornicar con su concubina oriental en la más corrupta de las metrópolis: Alejandría, letrina del mundo.
Tenía motivos Cleopatra para temer que las noticias procedentes de Roma llevasen algún filtro de amargura.
Se permitió un instante de congoja. Pero la causa no era Octavio, con ser motivo suficiente. Era algo más profundo y hasta ambiguo. Era el mordisco del gusano insensato que es compañero de todos los amantes. Eran los celos renaciendo en el fondo de su alma. Celos impresentables. Pues iban dirigidos contra un cadáver.
La asustaba más la influencia de Fulvia muerta que la hostilidad de Octavio vivo. Si éste constituía una amenaza contra la cual podría combatir una estrategia política bien organizada, Fulvia iba más allá en su violencia porque era: un recuerdo que atacaba desde el otro mundo. Lo que su cuerpo no consiguió en vida lo obtenía cuando sólo era un montón de cenizas recogidas en la pira funeraria: arrancara Antonio de su lecho de oro, arrebatarle de los opulentos fastos de Alejandría, despojarle de los suntuosos ropajes orientales que gustaba vestir y devolverle a la mediocre apariencia de la toga romana...
Aquella Fulvia, abandonada un día por Antonio, empezaba su venganza desde el mundo de los muertos.
Pero Cleopatra era hija de una tierra que durante siglos había convivido con la muerte, convirtiéndola en la idea iluminada que guía los pasos del hombre por el mundo. La muerte la miraba desde el fondo de las tumbas de sus antepasados, la muerte estaba presente en las invocaciones a los grandes dioses, la muerte estaba implícita en el devenir del tiempo, en los antojos de las estaciones del año y en las fluctuaciones del gran padre Nilo.