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Puso en entredicho su elegancia cuando escupió al suelo como una lavandera del mercado judío.
-¡Ved que se vende barata la virilidad de Antonio! Presumía de ser Hércules en el lecho de la reina de Egipto y hoy se conforma con un catre usado. -De repente, calló. No pudo reprimir una lágrima. Y su voz temblaba, al añadir-: Su amor siempre fue de dobles usos. Llegó al mío cuando ya lo había tenido César y hasta hace poco todavía me hizo sentir celos de la difunta Fulvia, que le había tenido a él. Pero es ridículo que ahora empañe el lustre de su nombre, pues antes empañé el mío por quererle. ¡En mala hora! Si una vez dejó a Fulvia por Cleopatra, cabía esperar que algún día dejase a Cleopatra por alguna nueva Fulvia. -Entonces se dirigió a Marcio-: Roma ha convertido la inconstancia en un oficio. Si tú nunca aprobaste que mi pueblo adore a los animales, yo te digo ahora que cualquier animal de Egipto es más noble que un romano.
Marcio se postró a los pies de Cleopatra. Ofrecía la digna estampa del homenaje, no del acatamiento. En su recio aspecto de soldado que curtió su madurez en tierras salvajes, bajo el azote constante de los elementos, se diría el último de los titanes rindiendo sus poderes ante la más indefensa de las náyades. Y la barba, ya canosa, expresaba el buen juicio de quien puede comprender los azares del alma porque llegó a superarlos de tanto sufrir por ellos.
En su gesto hubo una última declaración de amor. Y la afirmación de una amistad que no sabía de intermediarios.
De esta manera lo entendió Cleopatra. Y así dijo:
-No es menester que me demuestres tu fidelidad, pues la conozco. Aquí, juntos, hemos visto correr horas muy agradables. Pero hoy nos falta el que las compartía o, mejor aún, quien las inspiraba. Por esto te digo que eres libre de abandonar Alejandría cuando lo desees. Corre junto a tu amigo y dile que has visto llorar a la reina de Egipto. Nadie, ni siquiera él, lo vio antes de hoy. Nadie volverá a verlo.
Marcio titubeó. Tuvo que incorporarse para adoptar la actitud del soldado y no la del admirador de la belleza.
-No puedo abandonar la guarnición de Alejandría... sin una orden de Roma.
Desapareció el amigo. Lejos quedó la senectud venerable, el tacto del buen consejo. Y Cleopatra sólo distinguía las atribuciones de la coraza dorada y, en ella, el águila amenazadora.
-¡No era amistad, debí entenderlo! Roma no se irá de Egipto aunque haya recobrado la fidelidad de Antonio. El amor anuló mi visión hasta hacerme pensar que mi enemigo era Fulvia, que está muerta.