No me digas que fue un sueño (Terenci Moix) Libros Clásicos

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Y lo imaginaba sucio, encadenado sobre sus propios excrementos, pasto de ladillas y piojos...
-Cleopatra busca su consuelo en cuerpos que recuerdan al de Antonio. Sus rituales no constituyen un secreto: en más de una ocasión se los vio hacer el amor en público. ¿Acaso ignoras que él aparecía disfrazado de Hércules y ella de Venus-Afrodita? Incluso en el coito alcanzaban las alturas del mito...
El servidor, que ahora sostenía la copa vacía de su amo, reía con una obscenidad que rebasó la paciencia de Totmés. Y todavía añadió Epistemo:
-Es el cuarto Hércules en tan escasas jornadas de viaje. Con otros tres intentó consolarse Cleopatra antes de que tú embarcases. Al parecer, el comercio carnal resultó sumamente mediocre. Lejos de calmar su deseo, la dejaron más vacía que antes.
Vuelves a desconcertarme, charlatán. ¿Qué fidelidad es la tuya que colocas a la reina a la altura de una puta?
-Odiar y amar. Adorar y aborrecer. Son vinos que se fermentaron en el mismo odre. Por esto digo: ¡que pague Cleopatra en su propia alma el dolor que inflige a los demás! Pero también es mi deseo más ardiente que olvide en brazos de este hombre el suplicio que la lleva a la locura.
-¿En brazos de un sucio galeote? Nunca oí un deseo tan burdo.
Pero Totmés tuvo que rectificar, ya que el cuerpo del atleta había sido ungido para elevarle por encima de la condición humana. La piel despedía los destellos del acero, pues le habían aplicado ungüentos perfumados. Los rizos, intensamente negros, titilaban como si se hubiesen convertido en domicilio de luciérnagas, tal era la calidad de los aceites con que fueron ungidos. Y los labios, carnosos como las vísceras del leopardo, encendíanse por el instante de libertad que le había sido adjudicada.
Y antes de desaparecer por la escalera que conducía al camarote real, todavía demostró un gesto de sorpresa; pues Carmiana y el capitán, al escoltarle, le daban tratamiento de monarca.
Así lo comentó el joven Totmés, con mayor sorpresa aún. Rió entonces Epistemo. Y brillaban sus ojos con el fuego de una agresividad típicamente cortesana,
inconfundiblemente alejandrina. Era una violencia disfrazada de galanura.
-Por sus atavíos deduzco que incluso le dan mejor trato que a ti mismo.
-¿Y qué tendría yo que ver con un trato de este estilo? -contestó el mancebo,
desviando la mirada hacia sus blancas vestimentas y ofendido por una comparación que las comprometía.
Epistemo le acorraló con el cuerpo recargado de oropeles.
-Porque sé que esta madrugada, no bien llegaste a bordo, te condujeron a presencia de la reina, quien no recibiría en este trance ni al propio Tifón que dejase sus infiernos.

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