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La reina se debatía contra las lujosas telas que adornaban el lecho. Iris y Carmiana intentaban recostarla en vano. Ella pugnaba por incorporarse y rasgar con las uñas las cortinas de seda. También se revolcaba entre las sábanas de raso, retorciéndolas hasta que formaron un sinfín de pliegues diminutos. Y su alma continuaba en la misma indecisión:
-No es amor, os lo juro. Decídselo a mi pueblo. Que se repita mil veces. Que se pregone por todos los rincones del valle. Que llegue al desierto y se inscriba en las estelas que marcan los confines de mi reino. ¡Es venganza, sí! ¡Es odio que arrojo más allá de los mares! -Se incorporó de nuevo. Olfateaba el aire, al modo de una gata que busca olores conocidos para orientarse-. ¿Dónde está el mar?
¡Quiero gritárselo al mar! ¡Que mi odio lo atraviese y al llegar a Roma fulmine a Antonio y a su pulcra viuda! Id a contárselo al mar.
-Hace ya días que lo dejamos atrás, mi reina.
-No es cierto. Oigo cómo ruge el mar de Alejandría. El mar y la ciudad se burlan. ¡Sí! Merezco ser el bufón del mundo entero... ¿Quién engañó mi voluntad? ¿Qué quiere esta flota de cuervos que graznan sobre mis ojos?
-Nos estamos acercando a Tintira, como fue tu deseo.
-Entonces es el Nilo. ¡Ah, este río baña mis orígenes como el mar bañaba mis amores! Porque era amor, lo sé, amor más grande que la vida, amor que no puede tener comedimiento. ¿De qué otro modo podría amar la reina de Egipto? Que lo sepa Antonio en su lecho nupcial. Nadie ha de amarle así. Nadie fundirá el universo en un abrazo, nadie ha de darle en su mirada todos los órdenes del cielo, nadie en un beso todas las fuerzas de la naturaleza. Es amor, lo sé. Amor que sólo se calma en lo infinito.
Regresaba el llanto. Y ella lo acogía sin la menor resistencia, mientras Iris acercaba a sus labios una tisana muy caliente.
-¿Tan dañino es Amor que exige drogas para calmar los dolores que inflige? ¿O he conseguido despertar tanto afecto que mis súbditos me conceden el consuelo de la
muerte sin que tenga que pedirlo?
-Bebe, dulce señora. Es un licor de mandrágora destinado a serenarte.
La mandrágora no le dio el dulce fluir de un erotismo secreto, propiedad que la hace tan apreciada por los amantes no correspondidos, ansiosos de ganar la voluntad de una dama desdeñosa. Por el contrario, la mandrágora tuvo el efecto fulminante de un yunque destinado a aplastar la conciencia. Y antes de sucumbir por completo a aquel efecto, comprendió Cleopatra que la fiel Iris, tan diestra en la preparación de ciertas formas del opio, vertió en aquel mejunje el jugo de la planta que los nigromantes llaman adormidera.