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Pero los agobios que Amor envía a los mortales desvalidos no desaparecen con el sueño, antes bien atacan con mayor porfía, pues ya no hallan defensas a su paso. Así aparecen los felices días del ayer mortificados por la tortura del presente, que continúa acechando allá en el fondo del alma.
Así también, el sueño de Cleopatra estuvo lleno de instantes de Antonio. Y no alimentaba su despecho, sino que se instauraba como un dios de tan altísimas prendas que, incluso para ella, resultaba inalcanzable. La voz más recóndita de la droga se lo repetía incansablemente: «No le mereces. Él es la perfección y tú un gusano. Él es hijo de Hércules. Él es Baco redivivo. ¿Eres tú digna de la fuerza prodigiosa de Antonio, capaz de destrozar con sus potentes manos al mismísimo león de Nemea? ¿Eres tú digna de su alegre talante, su infinita capacidad de gozar todos los dones, de despertar la felicidad en los instintos como Baco siembra los dones de la embriaguez, rodeado de sus traviesos faunos?».
-Te amo -repetía ella en su delirio-. Los dioses se ríen de mí, pero te asno.
Cuando recobró el sentido, Carmiana e Iris continuaban a su lado. Diríanse dos geniecillos diligentes cuya sola misión consistiese en proteger los malos sueños de los mártires del amor. Pero eran a la vez dos devotas de la mujer a quien servían. Eran dos amigas de la mejor amiga del mundo. Eran dos reinas, porque gozaban del favor y la predilección de la más grande soberana del universo. Y formaban también un solo cuerpo al cual se otorgó el don de poseer dos cabezas. El cuerpo era el de Egipto, airoso y delicado como sus amaneceres. Las cabezas correspondían a dos facetas distintas de su tiempo inmenso: pues era Iris de tez morena como los beduinos del desierto, y sus cabellos, tan negros como las noches que se ven desde las dunas, estaban peinados según la moda antigua con diminutos tirabuzones rematados por cuentas de lapislázuli. Por el contrario, los cabellos de Carmiana formaban un tupido, casquete de oro puro, desde cuya cima caían en delicadas hebras, según hacen las damas frívolas de Alejandría imitando a su vez la moda que llega a Atenas.
Iris y Carmiana colocaban en la frente de Cleopatra paños empapados en perfumes exóticos, tratando en vano de evitar sus ardores. Otras dos damas la abanicaban, y el movimiento de las plumas de avestruz levantaba el único soplo de aire inspirador de vida en el sofoco que impregnaba el camarote. Y a los pies del lecho el diligente Sosígenes vigilaba el despertar de Cleopatra.
La miraba con cierto desasosiego. Por lo cual comprendió ella que el sueño de la mandrágora no la había librado de la imprudencia.