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-¿Lloras?
-Lloré de rabia hasta hoy. La huida de Antonio me abocó a la ira. Pero la ira se va desvaneciendo v deja sitio a un dolor aún más terrible. Estoy odiando a esta Cleopatra que nace. Y sé que me acaricias por piedad, porque los años no dejaron nada para acariciar.
-Mi pobre niña. Estás perdida.
-Me regalas con lástima. También en ti desaparece el deseo. Veo en tus ojos la mirada de esos viajeros de lejanas tierras, que acuden a contemplar las ruinas de lo que fue mi Egipto. Al suponer el esplendor que habitó en ellas, lanzan un suspiro. Pero ya no podrían sentir deseo alguno por los tesoros que devoró el desierto. Ya no soy tu niña. Soy un cadáver.
-Tu piel es tersa como la de aquella princesa a quien bañaba en las aguas del lago sagrado. ¡Cómo te recuerdo, niña mía! Avanzabas cada mañana, rodeada por mis sacerdotisas, desnuda entre sus túnicas blancas. Cada uno de tus pasos era como la caída de un pétalo de rosa. Tus largos cabellos se mecían entregados al capricho de la brisa. Y entre tus brazos cruzados, el abanico de las grandes procesiones parecía la pluma de una paloma. Cuando llegabas al lago, yo te abrazaba dulcemente porque vestía los sagrados ropajes de Hator y me correspondía reconocerte como hija. Así divinizada, ibas entrando en el agua y temblabas levemente hasta que los nenúfares venían a apoyarse en tus senos y los lotos te servían de abrigo. Y el padre sol depositaba en el agua sus primeros rayos para comunicarte así toda su fuerza y que el vigor de un nuevo día pasase a tu cuerpo y de él se extendiese hacia todas las cosas para renovar la creación de Hator sobre el mundo. ¡Niña divina! Fuiste más que la propia diosa y yo, al protegerte, me sentía más fuerte que ella. Y pensé que iba a ser así durante todos los días del Tiempo. ¿Por qué tuviste que crecer, Cleopatra? Se te llevaron, niña mía. Los años te apartaron de mi lado. Y contigo se fue la luz del santuario.
-El esplendor que un día conociste se revuelve hoy en la esterilidad. Este cuerpo está vacío.
-Este cuerpo engendró a un rey.
-¡Cesarión!
-Cesarión, sí. ¿No te basta el poderío de este nombre?
-¡El pequeño César! ¡Mi príncipe!
-¿Y aun después de parir al más divino entre los niños puedes llorara Antonio? ¡Levanta este cuerpo, Cleopatra! Ya cayó demasiado bajo. Tanto que llegó a un lecho como el mío. Levántate, mujer. Estás en tu templo, no en tu prostíbulo. Si viniste a hablar con la diosa, ¿a qué complacerse en su silencio? ¿No me acusaste de quedar reducida al talante de una esclava? Pues yo te digo ahora que ninguna fue tan indigna como la reina de Egipto mendigando placeres de su sierva.