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Hete aquí que el amor volvió
a esta casa. Que no salga perjudicado el cerebro en la caída.
-Como sea, no pienso poner redes que la detengan.
Volvió su rostro hacia el horizonte y fijó allí los ojos durante un tiempo que al
consejero le pareció interminable y, a ella, un vuelo.
-¡Secúndame, Sosígenes! Grita a los mares el nombre de Antonio, para que el eco le devuelva a Alejandría.
Se perdió su voz sobre las olas como el mágico niño que surcó los mares cabalgando en un delfín de mil colores.
Era un despojo, era un mísero rastro de su gallardía de ayer. Y los exagerados mimos con que sus hombres le trataban lo afirmaba más en su convicción de que era un ser muy triste que ya sólo inspiraba piedad.
Antonio veía desfilar ante sus ojos las costas de Asia. Pero eran ojos perdidos, como cavernas en un rostro surcado por lágrimas que le producían quemaduras en la piel por más que el viento del mar fuese helado y azotase con la fuerza del acero.
Permanecía largas horas en cubierta, rememorando una a una las amargas imágenes de la derrota. Ni siquiera oía el clamor del viento. En su cerebro resonaban los gritos de agonía de sus hombres, sus desesperadas llamadas a los dioses y hasta el relinchar de los caballos, con las patas paralizadas a causa del frío. Y sentía sobre su propio cuerpo el hielo de la derrota y la gelidez de los cadáveres, mientras las costas de Asia llegaban a sus ojos y se alejaban al instante, corno si fuesen producto de la alucinación.
Al deslizarse más allá de los acantilados, el sol corría a hundirse en las olas oscuras. Dijéranse arcanos divinos que hasta entonces estuviesen escondidos en lo más profundo del mar.
Pero este mar, estas costas, ya no eran los prodigiosos espacios, llenos de vida, que cantó la épica de sus amados griegos. Era, por el contrario, el océano funesto, infernal, al que tanto temían los egipcios.
Y entonces comprendió hasta qué punto se hallaba dividida su alma. Ya no tenía la certeza, típicamente romana, de que el mundo empezaba y terminaba en sí mismo. Abandonados los ímpetus del triunfador, su alma ya no se complacía en el vigor patriótico, en la inquebrantable fe en los grandes ideales que habían sustentado toda su carrera. ¡No!
Su alma estaba fragmentada en dos espejismos distintos que, sin embargo, confluían en un punto común. De un lado, el mundo griego, que alimentase las ansias míticas de su juventud; del otro aquel mundo, misterioso y desconocido, que radicaba toda su fuerza a orillas del Nilo.