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Apenas hacía un año que habían llegado a Tipton Grange para vivir con su tío, hombre próximo a los sesenta, de carácter complaciente, opiniones misceláneas y voto imprevisible. Viajero en su juventud, se consideraba, en esta parte del condado, que había contraído hábitos mentales en exceso irregulares. Las decisiones del señor Brooke eran tan difíciles de predecir como el tiempo, y lo único que se podía afirmar con total seguridad era que actuaría de buena fe, invirtiendo la menor cantidad posible de dinero en llevar a cabo sus intenciones. Pues incluso las mentes menos definidas en cuanto a la avaricia contienen algún recio germen de hábito, y se han conocido hombres relajados en todo lo referente a sus intereses salvo su caja de rapé, respecto de la cual se mostraban cuidadosos, suspicaces y agarrados.
En el señor Brooke, la vena hereditaria de energía puritana se encontraba claramente en desuso. Por el contrario, en su sobrina Dorothea brillaba a través tanto de fallos como de virtudes, convirtiéndose en ocasiones en impaciencia ante el modo de hablar de su tío o su costumbre de «dejar estar» las cosas de la hacienda, lo que ocasionaba que añorara tanto más la llegada de su mayoría de edad, momento en el que tendría cierta disponibilidad sobre el dinero para destinar a fines generosos. Se la consideraba una heredera, pues no sólo recibía cada una de las hermanas setecientas libras anuales de sus padres, sino que si Dorothea se casaba y tenía un varón, éste heredaría la hacienda del señor Brooke que presuntamente valía unas tres mil al año, renta que parecía una fortuna para las familias de provincias que seguían comentando la reciente conducta del señor Peele(3) en cuanto a la cuestión católica y continuaban inocentes respecto de futuros campos de oro y de esa gloriosa plutocracia que tan noblemente ha ensalzado las necesidades de la vida regalada.
Y ¿cómo no iba a casarse Dorothea, joven tan hermosa y con semejantes perspectivas? Nada podía impedirlo salvo su tendencia a los extremos y su insistencia por ordenar la vida de acuerdo con conceptos que podrían hacer titubear a un hombre cauto antes de declarársele, o incluso inducirla a ella misma, finalmente, a rechazar cualquier proposición. ¡Imagínense! ¡Una joven de buena cuna y fortuna que se arrodillaba repentinamente en el suelo de ladrillo junto a un jornalero enfermo y oraba fervorosamente como si creyera que vivía en los tiempos de los apóstoles; una joven a quien le cogían extraños caprichos de ayunar como los papistas y que se quedaba leyendo viejos libros de teología hasta entrada la noche! Semejante esposa podía despertarle a uno cualquier buena mañana con un nuevo plan para la inversión de sus ingresos, lo cual interferiría con la política económica y el mantenimiento de los caballos de silla.