Middlemarch, Un estudio de la vida de las Provincias (George Eliot) Libros Clásicos

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No osaba confesárselo a su hermana abiertamente, pues ello significaría exponerse a una demostración de que, de una u otra forma, estaba en lucha con la bondad. Pero cuando las oportunidades no eran peligrosas, tenía un modo indirecto de comunicarle a Dorothea su conocimiento negativo y de apearla de su éxtasis recordándole que la gente estaba atónita y no atenta. Celia no era impulsiva: lo que tuviera que decir podía esperar, y siempre lo manifestaba con la misma serena y escueta ecuanimidad. Cuando la gente hablaba con energía y énfasis, ella se limitaba a observarles el rostro y los gestos. No entendía cómo gente educada se avenía a cantar y abrir las bocas en la ridícula manera que ese ejercicio vocal exigía.

No habían transcurrido muchos días cuando el señor Casaubon volvió de visita una mañana, durante la cual se le invitó de nuevo a cenar y a pasar la noche a la semana siguiente. Así, Dorothea sostuvo otras tres conversaciones con él, y quedó convencida de que sus primeras impresiones habían sido justas. Era todo cuanto se imaginó desde un principio: casi todo lo que decía parecía un espécimen de una mina, o la inscripción en la puerta de un museo que podría dar paso a los tesoros de épocas pasadas. Esta confianza en su riqueza mental ahondaba y profundizaba tanto más la inclinación de Dorothea, puesto que ahora era obvio que ella era el motivo de las visitas. Este hombre educado tenía la condescendencia de pensar en una joven, y tomarse las molestias de hablar con ella, no con piropos absurdos, sino apelando a su entendimiento, y, en ocasiones, aportando ayuda constructiva. ¡Qué maravillosa compañía! El señor Casaubon parecía incluso inconsciente de la existencia de las trivialidades, y nunca dispensaba ese charloteo de los hombres pesados que es igual de aceptable que el pastel de bodas con olor a armario. Hablaba de aquello que le interesaba, o permanecía en silencio, inclinando la cabeza con educada tristeza. Esto le parecía a Dorothea una autenticidad adorable y una abstinencia religiosa de la artificiosidad que desgasta el alma con esfuerzos de fingimiento. Admiraba la superior elevación religiosa del señor Casaubon con la misma reverencia que admiraba su inteligencia y sabiduría. Él asentía a sus expresiones de devoción y, por lo general, añadía una cita adecuada; se permitió decir que había experimentado algunos conflictos espirituales en su juventud; en resumen, Dorothea vio que en este punto podía contar con comprensión y consejo.

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