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todos los ciudadanos, para que admiren de esta manera su fortuna y su
felicidad. En esto, sobre todo, es en lo que principalmente debe mostrar
moderación el tirano; y si no puede hacerlo, que por lo menos sepa
ocultarse a las miradas de la multitud. No es fácil sorprender ni
despreciar al hombre sobrio y templado, pero sí al que se embriaga; porque
no se sorprende al que vela, sino al que duerme.
El tirano deberá adoptar máximas opuestas a las antiguas, que, según
se dice, tiene en cuenta la tiranía. Es preciso que embellezca la ciudad
como si fuera administrador de ella y no su dueño. Sobre todo ha de
procurar con el mayor esmero dar pruebas de una piedad ejemplar. No se
teme tanto la injusticia de parte de un hombre a quien se cree
religiosamente cumplidor de todos los deberes para con los dioses; y es
más difícil atreverse a conspirar contra él, porque se supone que el cielo
es su aliado. Sin embargo, es preciso que el tirano se guarde de llevar
las apariencias hasta una ridícula superstición. Cuando un ciudadano se
distingue por alguna acción buena, es preciso colmarle tanto de honores,
que crea que no podrá obtener más de un pueblo independiente. El tirano
distribuirá él mismo las recompensas de este género y dejará a los
magistrados inferiores y a los tribunales lo relativo a los castigos. Todo
gobierno monárquico, cualquiera que él sea, debe guardarse de aumentar
excesivamente el poder de un individuo; y si es inevitable, debe en tal
caso prodigar las mismas dignidades a otros muchos, como medio de mantener
entre ellos el equilibrio. Si obliga la necesidad a crear una de estas
brillantes posiciones, que el tirano no se fije en un hombre atrevido,
porque un corazón lleno de audacia está siempre dispuesto a todo; y si hay
necesidad de derrocar alguna alta influencia, que proceda por grados y
cuide de no destruir de un solo golpe los fundamentos en que la misma