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Este partido por sí solo basta para
defender la autoridad, de la que es apoyo, y para asegurar al tirano el
triunfo contra los que le ataquen.
Por lo demás, nos parece inútil entrar en más pormenores.
El objeto esencial de este capítulo es bien evidente. Es preciso que
el tirano aparezca ante sus súbditos no como déspota, sino como un
administrador, como un rey; no como un hombre que hace su propio negocio,
sino como un hombre que administra los negocios de los demás. Es preciso
que en su conducta muestre moderación y no cometa excesos. Es preciso que
admita a su trato a los ciudadanos distinguidos, y que con sus maneras se
capte el afecto de la multitud. De este modo podrá, con infalible
seguridad, no sólo hacer su autoridad más bella y más querida, porque sus
súbditos serán mejores y no estarán envilecidos, y por su parte no
excitará odios y temores, sino hacer también más durable su autoridad. En
una palabra, es preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo
menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo menos nunca tanto como
se puede ser. Y, sin embargo, y a pesar de todas estas precauciones, los
gobiernos menos estables son la oligarquía y la tiranía.
La tiranía más larga fue la de Ortógoras y sus descendientes en
Sición, que duró cien años; y duró porque supieron manejar hábilmente a
sus súbditos y someterse ellos mismos en muchas cosas al yugo de la ley.
Clístenes evitó el desprestigio gracias a su capacidad militar, y puso
todo su empeño en granjearse el amor del pueblo; llegando, según se dice,
hasta coronar con sus propias manos al juez que falló contra él y en favor
de su antagonista; y si hemos de creer la tradición, la estatua que se
halla en la plaza pública es la de este juez independiente. También se
cuenta que Pisístrato consintió que le citaran ante el Areópago. La más