Cómo crece tu jardín (Agatha Christie) Libros Clásicos

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-Ah, comprendo; eso lo explica. Permita que me presente. Me llamo Delafontaine. Mi marido. La señorita Barrowby era tía mía.
El señor Delafontaine había entrado tan silenciosamente que su llegada había pasado inadvertida. Era un hombre alto, de cabellos grises y aspecto indeciso. Se acariciaba la barbilla con movimientos nerviosos. Con frecuencia miraba a su mujer y era evidente que dejaba que ella llevara la voz cantante en las conversaciones.
-Siento mucho molestarles en medio de su aflicción -les dijo Hércules Poirot.
-Ya comprendo que no ha sido culpa suya -dijo la señora Delafontaine-. Mi tía murió la tarde del martes. Fue de lo más inesperado.
-De lo más inesperado -dijo el señor Delafontaine-. Un gran golpe.
Sus ojos estaban fijos en la puerta ventana, por donde había desaparecido la chica extranjera.
-Les pido a ustedes perdón -dijo Hércules Poirot-, y me retiro.
Dio un paso en dirección a la puerta.
-Un momento -dijo el señor Delafontaine-. ¿Dice usted que tenía... ejem... una cita con tía Amelia?
-Parfaitement.
-Sí nos dijera usted de qué se trataba -dijo su esposa-, quizá pudiéramos ayudarle.
-Se trata de un asunto reservado -dijo Poirot-. Soy detective -añadió, sencillamente.
El señor Delafontaine tiró una figurita de porcelana que tenía en la mano.
Su esposa parecía perpleja.
-¿Un detective? ¿Y tenía usted una cita con la tía? ¡Qué cosa más extraordinaria! -Se quedó mirando fijamente a Poirot-. ¿No puede usted decirnos nada más, monsieur Poirot? Todo esto es... fantástico.
Poirot guardó silencio durante algunos segundos. Cuando habló, lo hizo escogiendo cuidadosamente las palabras.
-Es difícil para mí, señora, saber lo que debo hacer.
-Diga -dijo el señor Delafontaine-. No mencionó a los rusos, ¿verdad?
-¿A los rusos?
-Sí, ya me entiende... bolcheviques, rojos, etc.
-No seas absurdo, Henry -dijo su mujer.
Delafontaine se disculpó, muy turbado.
-Perdón... perdón... Tenía curiosidad.
Mary Delafontaine miró abiertamente a Poirot. Sus ojos eran muy azules, del color de las miosotis.
-Si puede usted decirnos algo, señor Poirot, le agradecería mucho que lo hiciera. Le aseguro que tengo... tengo motivos para pedírselo.
El señor Delafontaine se mostró alarmado.
-Ten cuidado... ya sabes que a lo mejor no hay nada cierto en todo ello.
De nuevo la esposa le detuvo con una mirada.
-¿Qué dice usted, monsieur Poirot?
Lentamente, con gravedad, Hércules Poirot movió la cabeza en sentido negativo. Lo hizo con gran pesar, pero lo hizo.
-Por el momento, señora -dijo-, lamento no poder decir nada.

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