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Expliqué cómo me había despertado, y después de oír un ruido extraño, había
entrado en la habitación de la señorita Johnson.
- ¿Dice usted que el vaso estaba en el suelo?
- Sí, debió dejarlo caer después de haber bebido.
- ¿Estaba roto?
- No. Cayó sobre la alfombra y creo que la ha estropeado. Cogí el vaso y lo volví a
poner sobre la mesa.
- Me alegro de que haya aclarado usted eso. Hay en él dos clases de huellas
dactilares: las de la misma señorita Johnson y otras que deben ser de usted.
Guardó silencio durante un momento y luego dijo:
- Continúe, por favor.
Describí detalladamente lo que había hecho y los métodos que había ensayado,
mientras miraba con cierta ansiedad al doctor Reilly, esperando un signo de
aprobación por su parte. A1 final vi cómo asentía con la cabeza.
- Intentó usted todo lo que podía dar resultado positivo - dijo.
Y aunque yo estaba segura de que así era, me sentía aliviada al ver que se
confirmaba mi creencia.
- ¿Sabía usted exactamente qué era lo que la señorita Johnson había tomado -
preguntó el capitán.
- No... Pero se veía, desde luego, que era un ácido corrosivo.
- ¿Opina usted, enfermera, que la señorita Johnson se administró ella misma tal
sustancia?
- ¡Oh, no! - exclamé -. ¡Nunca pensé en tal cosa!
No sé por qué causa estaba tan segura de ello. Tal vez fuera, en parte, por las
insinuaciones de monsieur Poirot. Aquello de que "asesinar es una costumbre" se me
había quedado grabado en el pensamiento. Y, por otra parte, no era fácil pensar que
alguien se suicidara eligiendo una clase de muerte tan dolorosa. Expresé en voz alta
esto último y el capitán Maitland, con aspecto abstraído, hizo un gesto afirmativo con
la cabeza.
- Convengo en que no es lo que uno elegiría para quitarse la vida - dijo -. Pero si
alguien se encontrara presa de una gran agitación moral y no tuviera a mano más que
esa sustancia, es posible que se decidiera por ella.
- Pero, ¿estaba presa de tan gran agitación? - pregunté dubitativamente.