Diez negritos (Agatha Christie) Libros Clásicos

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¿Dónde había visto esta cara de rana con ese cuello de tortuga, esa espalda y esos ojos maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juez Wargrave! En una ocasión, Armstrong había informado en una audiencia en que estaba este magistrado. El viejo siempre parecía estar dormido, pero era listo como un zorro. Ejercía una gran influencia sobre el jurado: presentando los hechos a su gusto, había conseguido de esa forma increíbles veredictos. ¡En suma, era un juez feroz que enviaba a la horca al acusado con la mayor facilidad!
¡Vaya sitio más absurdo para encontrarle... en esta isla aislada del mundo!


El juez Wargrave se decía: «¿Armstrong? Me parece haberle visto informar como testigo. Una persona estimable, pero muy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y los de Harley Street son los peores.»
Recordaba la reciente entrevista que había tenido con uno de ellos en esa misma calle.
Refunfuñó en voz alta:
-Las bebidas están en el vestíbulo.
-Voy a saludar a los dueños de la casa -indicó el doctor.
Wargrave cerró los ojos, lo que acentuó aún más su semejanza a un reptil.
-¡Imposible! -profirió.
-¿Por qué? -respondió Armstrong.
-No están ninguno de los dos. La situación es de lo más rara y no comprendo ni jota.
El doctor le miró largamente, y cuando creía al juez soñoliento, éste le preguntó:
-¿Conoce usted a Constance Culmington?
-No lo creo...
-No tiene importancia. Es una persona necia. Tiene una escritura ilegible. Me pregunto si no me habré equivocado de dirección.
El doctor, inclinando la cabeza en un saludo, siguió hacia la casa.
Wargrave pensó un momento en la alocada Constance Culmington; se parecía en eso a todas las hijas de Eva.
Su imaginación recayó entonces sobre las dos mujeres llegadas a la isla al mismo tiempo que él; la vieja pintada de labios y la joven. Esta no le satisfacía sino a medias... ¡Ah!, pero ellas eran tres contando a la señora Rogers. Curiosa mujer siempre atormentada por el miedo, según parecía. Esta pareja de criados eran aceptables y daban la impresión de conocer bien su cometido.
En este momento preciso, Rogers apareció en la terraza y el juez preguntó:
-¿Sabe usted si se espera hoy aquí a lady Constance Culmington? Rogers contestó:
-No, señor, no sé nada.
El juez enarcó las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.»


Anthony Marston tomaba su baño con voluptuosidad.

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