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En este mismo momento les llegó del vestíbulo un grito y el ruido de una caída.
Lombard fue el primero en levantarse y corrió hacia la puerta, al abrirla se encontró con mistress Rogers tendida en el suelo.
Lombard llamó a Marston en su ayuda. Entre los dos levantaron a la mujer y la llevaron al salón.
El doctor intervino, auxilió a los que traían a la sirvienta para tenderla en el sofá y se inclinó para examinarla.
-No es nada -anunció-. Un simple desvanecimiento; volverá en sí de un instante a otro.
-Vaya a buscar coñac, Rogers -dijo mister Lombard.
El criado, con el semblante lívido y temblorosas las manos, salió rápidamente de la estancia.
Vera gritó:
-¿Quién hablaba? ¿Dónde se oculta esa voz? Habría jurado...
El general MacArthur balbució:
-Pero ¿qué pasa aquí? ¿Qué broma de tan mal gusto es ésta?
Sus manos temblaban, sus espaldas se doblaron y de repente pareció envejecer diez años.
Blove secóse el sudor de la cara con el pañuelo. Sólo el juez Wargrave y miss Brent quedaron impasibles en apariencia. El busto erguido y la cabeza alta, Emily Brent tenía los pómulos sonrojados. El magistrado conservaba su actitud acostumbrada, con la cabeza gacha. Con una mano se rascaba suavemente la oreja. Sólo sus ojos se movían. Su mirada, perpleja y brillante de inteligencia husmeaba todos los rincones del salón.
Viendo al doctor ocupado con la mujer desvanecida, Lombard tomó la iniciativa de responder a las preguntas formuladas por Vera y el general.
-Esa voz parecía venir desde la habitación en que estamos.
-Pero ¿quién hablaba? ¿Quién? ¡Desde luego ninguno de nosotros! -exclamó Vera.
Lo mismo que el juez, Lombard recorría con la mirada todos los rincones de la habitación. Su mirada se posó en el ventanal y movió la cabeza dudando. De repente sus ojos brillaron y con paso rápido se dirigió hacia una puerta cercana a la chimenea que daba a la estancia contigua.
Abrió la puerta bruscamente y lanzó una viva exclamación:
-Esta vez lo encontré.
Los demás se unieron inmediatamente, sólo miss Brent se quedó sentada en la butaca.
En aquella habitación había una mesa arrimada a la pared que daba a la sala. Sobre la mesa había un gramófono de un modelo antiquísimo con una gran bocina pegada al muro. Lombard desarmó el aparato y señaló dos o tres agujeros casi imperceptibles horadados en el tabique.
Volvió a colocar el gramófono en su sitio; fijó la aguja sobre el disco e inmediatamente escucharon de nuevo: