Página 47 de 121
Tenía buenos modales; voluntariosa y servicial. Al principio me satisfizo, pero todas estas cualidades eran sólo la fachada de un interior hipócrita de costumbres ligeras y, desde luego, sin moralidad. Una criatura espantosa. Pasaron muchos meses antes de que descubriese que estaba encinta. Me escandalicé, pues sus padres eran personas decentes que le habían inculcado buenas ideas. Debo decir que no aprobaron la conducta de su hija.
Vera miraba fijamente a miss Brent.
-¿Qué pasó entonces?
-Pues que no la tuve ni una hora más debajo de mi techo. Nadie me reprochará de alentar el vicio.
Bajando la voz, Vera insistió:
-Pero ¿qué le pasó?
-Esa inmunda criatura, no satisfecha de tener sobre su conciencia un pecado, cometió otro más grande aún: se suicidó.
-¡Se mató! -exclamó horrorizada.
-Sí, arrojándose al mar.
Temblorosa, Vera estudió el delicado perfil de la solterona y preguntó:
-¿Qué sintió usted al saber que se había suicidado de desesperación? ¿Se reprocharía usted su conducta?
-¿Yo? ¿Qué tenía que reprocharme?
-Su severidad la empujo a la muerte.
Secamente, miss Brent replicó:
-Fue víctima de su propio pecado. Si se hubiese conducido como una joven honesta, nada de eso hubiera ocurrido.
Volvió la cabeza hacia miss Vera. Los ojos de miss Brent no expresaban ningún remordimiento. Sólo se retrataba en ellos un reflejo de una conciencia severa y rígida.
Sentada en la cima de la isla del Negro, estaba protegida por la coraza de sus virtudes.
Esta vieja no parecía ridícula a los ojos de Vera. Pero de repente... vio en Emily Brent un monstruo de crueldad.
Una vez más el doctor Armstrong salió del comedor y se dirigió a la terraza. En este momento el juez estaba sentado en un butacón y paseaba su mirada por el océano.
Lombard y Blove, a su izquierda, fumaban su pipa sin hablarse.
El doctor dudó un instante, y sus ojos escrutadores miraron a mister Wargrave. Necesitaba un consejo. Pese a que apreciaba la lógica y lucidez del viejo, no se atrevería a dirigirse a él. Wargrave poseía quizás un cerebro extraordinario, pero sus muchos años predisponían contra él. Entonces comprendió el doctor que precisaba de un hombre de acción y decidióse en consecuencia.
-Lombard, ¿haría el favor de venir un instante? Tengo que hablarle. Philip se sobresaltó.
-Con mucho gusto.
Los dos hombres abandonaron la terraza y descendieron juntos la cuesta que conducía al mar. Cuando se encontraron al abrigo de oídos indiscretos, Armstrong comenzó: