Dónde está el testamento (Agatha Christie) Libros Clásicos

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¿DÓNDE ESTA EL TESTAMENTO?
Agatha Christie


-Y sobre todo evite las preocupaciones y la excitación -dijo el doctor Meynell con el aire profesional que emplean los médicos.
La señora Harter, como ocurre a menudo con las personas que escuchan inútiles palabras de consuelo, parecía más indecisa que aliviada.
-Existe ciertamente una lesión cardíaca -continuó el doctor-, pero nada que deba alarmarla. Puedo asegurárselo. De todas maneras -agregó-, sería conveniente que instalaran un ascensor. ¿Eh? ¿Qué le parece?
La señora Harter le miró preocupada.
El doctor Meynell, por el contrario, parecía muy satisfecho de sí mismo. Le gustaba atender a los pacientes ricos más que a los pobres, porque así podía ejercitar su activa imaginación al recetar remedios a sus dolencias.
-Sí; un ascensor -repitió el doctor Meynell, tratando de buscar algo más ostentoso incluso si cabe-. Luego hemos de evitar todo esfuerzo innecesario. Hay que practicar ejercicio diariamente siempre que haga buen tiempo, pero por terreno llano, nada de subir a las colinas. Y, sobre todo, distraerse y no pensar continuamente en su salud.
Con el sobrino de la anciana, Carlos Ridgeway, el doctor fue algo más explícito.
-Quisiera que lo entendiese usted bien -le dijo-. Su tía puede vivir años... y, probablemente, los vivirá. Pero al mismo tiempo un sobresalto o un esfuerzo excesivo pueden acabar con ella, ¡así! - chasqueó los dedos-. Debe llevar una vida tranquila. Nada de esfuerzos. Nada de fatigarse. Pero, desde luego, tampoco hay que dejar que se aburra. Hay que hacer que esté siempre alegre y distraída.
-Hay que distraerla -repuso Carlos Ridgeway, pensativo.
Carlos era un joven reflexivo a quien agradaba seguir sus inclinaciones siempre que fuera posible.
Aquella noche sugirió la conveniencia de instalar un aparato de radio.
La señora Harter, que ya estaba seriamente preocupada por lo del ascensor, se mostró reacia y contrariada, mas Carlos supo persuadirla.
-No me gustan esos modernismos -se lamentó la anciana-. Las ondas, ya sabes, las ondas eléctricas... podrían afectarme.
Carlos, con aire de superioridad, le hizo ver la futilidad de su idea.
Y la señora Harter, cuyo conocimiento sobre el tema era muy ambiguo, pero que sabía defender sus opiniones, permaneció en sus trece.
-Toda esa electricidad -murmuró con temor-, tú puedes decir lo que quieras, Carlos, pero a algunas personas les afecta la electricidad.

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