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Me condujo a sus aposentos. Se hallaba sentada majestuosamente en una amplia butaca. Ni rastro de mademoiselle Virginie.
-Monsieur Poirot -dijo la anciana señora-. Acabo de enterarme de que usted no es lo que pretende aparentar. Es un funcionario de la policía.
-Eso es, madame.
-¿Vino a mi casa para investigar las circunstancias de la muerte de mi hijo?
Repliqué nuevamente:
-Eso es, madame.
-Me complacería saber si ha hecho algún progreso.
Titubeé.
-Primero me gustaría saber cómo se ha enterado de todo ello, madame.
-Por alguien que ya no es de este mundo.
Sus palabras, y el modo ensimismado en que fueron proferidas, me helaron el corazón. Fui incapaz de articular una respuesta.
-Por tanto, monsieur, le ruego encarecidamente que me informe con la máxima exactitud de los progresos que ha hecho en su investigación.
-Madame, mi investigación ha terminado.
-¿Mi hijo?
-Le mataron deliberadamente.
-¿Sabe usted quién lo hizo?
-Sí, madame.
-¿Quién, entonces?
-El señor de Saint Alard.
La anciana señora negó con la cabeza.
-Está en un error. El señor de Saint Alard es incapaz de un crimen semejante.
-Tengo en mis manos las pruebas.
-Le encarezco una vez más que me lo cuente todo.
En esta ocasión obedecí, examinando paso a paso el camino que me condujo hasta el descubrimiento de la verdad. Ella me escuchaba atentamente. Al final movió la cabeza asintiendo.
-Sí, sí, todo es como usted dice, excepto en una cosa. No fue el señor de Saint Alard quien mató a mi hijo. Fui yo, su madre.
La miré con asombro. Ella continuó asintiendo con la cabeza.
-He hecho bien en mandarle llamar. Es la Providencia del buen Dios el que Virginie me haya contado lo que hizo antes de partir al convento. ¡Escuche, monsieur Poirot! Mi hijo era un mal hombre. Perseguía a la Iglesia. Llevaba una vida pecaminosa. Y con él arrastraba a otras almas; pero aún había cosas peores. Una mañana, al salir de mi cuarto, en esta misma casa, percibí a mi nuera de pie en lo alto de la escalera. Estaba leyendo una carta. Vi como mi hijo se deslizaba hasta situarse a sus espaldas. Un rápido empujón, y ella, su mujer, rodó escaleras abajo; su cabeza chocó contra los peldaños de mármol. Cuando la recogieron, estaba muerta. Mi hijo era un asesino, y sólo yo, su madre, lo sabía.
Cerró los ojos por un instante.
-No puede imaginarse, monsieur, mi agonía, mi desesperación.