El horror de Dunwich (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su ministerio en la iglesia congregacional de Dunwich, predicó un memorable sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre la aldea en el que, entre otras cosas, dijo: No puede negarse que semejantes monstruosidades integrantes de un infernal cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos como para intentar negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las oyen hoy saliendo de la tierra más de una veintena de testigos de toda confianza. Y hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude escuchar toda una alocución de las potencias infernales detrás de mi casa. Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado descubrir y al diablo penetrar.
No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de él, si bien sigue conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el interior de las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos.
Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede detectarse difusamente a ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos, mientras otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen un miedo cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la legión de chotacabras que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos 1 que están al acecho de las almas de los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos con la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en el momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al instante y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio.
Claro está que dichas historias ya no se oyen y no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos.

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