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La curiosidad de los aldeanos hacia los Whateley remitió tras ver al retoño, y a nadie se le ocurrió hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién nacido, visible de un día para otro. La realidad es que Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y fuerza muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus movimientos y hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y una ponderación harto singulares en una criatura de su edad, y prácticamente nadie se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, con pequeñas vacilaciones que al cabo de un mes habían desaparecido por completo.
Al poco tiempo, exactamente la Víspera de Todos los Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de Sentinel Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores a raíz de que Silas Bishop -de la rama no degradada de los Bishop- dijese haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante de su madre, justo una hora antes de advertirse las llamas. Silas andaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había llevado allá al divisar fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las dos figuras que corrían montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban sigilosamente por entre la maleza, y Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban enteramente desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al niño respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con flecos y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a Wilbur nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en estado consciente, sin toda su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el escuálido aspecto de su madre y de su abuelo era tremendamente marcado, algo que no se explicaría del todo hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre Dunwich.
Por el mes de enero, entre los rumores que corrían por el pueblo se hacía mención de que el «rapaz negro de Lavinia» había comenzado a hablar, cuando apenas contaba once meses.