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Vi este espectáculo, digo, y oí con los oídos de la mente el blasfemo pandemónium de cacofonía que lo acompañaba. Era la estridente materialización de todo el horror que la ciudad cadáver había agitado siempre en mi alma; y olvidando la advertencia de que permaneciese callado, grité y grité y grité, hasta que mis nervios se desmoronaron y los muros temblaron a mi alrededor.
uego, cuando el relámpago se apagó, vi que mi anfitrión temblaba también; una expresión de sobrecogido horror medio borraba la acerada contracción de furia que mis gritos habían provocado en él. Se tambaleó, se agarró a las cortinas como había hecho yo antes, y agitó la cabeza salvajemente como un animal atrapado. Bien sabe Dios que tenía motivos; porque al apagarse el eco de mis gritos, se oyó un rumor tan infernalmente sugerente que sólo la entumecida emoción me mantuvo consciente y dueño de mis sentidos. Era el crujido incesante y solapado de la escalera que había al otro lado de la puerta, como si subiese por ella una horda de pies descalzos o calzados con mocasines; finalmente, se oyeron las firmes y cautelosas sacudidas del picaporte de latón, que centelleó a la débil luz de las velas. El anciano arañó, escupió hacia mí, en el aire mohoso, y me ladró cosas al tiempo que oscilaba agarrado a la cortina amarilla:
-¡La luna llena.... maldito... per... perr.. perro escandaloso.... tú los has llamado, y vienen por mí! ¡Pies con mocasines... de los muertos.... que Dios os confunda, demonios de piel roja! Yo no envenené vuestro ron..., ¿acaso no he conservado a salvo vuestra magia ruin? Bebisteís hasta poneros enfermos, y ahora queréis echarle la culpa al propietario.... ¡fuera! Soltad el picaporte.... aquí no tenéis nada que hacer...
En aquel instante, tres golpes espaciados y muy deliberados sacudieron los entrepaños de la puerta; y un blanco espumarajo afloró a la boca del mago frenético. Su pavor, convirtiéndose en férrea desesperación, dio lugar a que renaciera su furia contra mí; dio un paso tambaleante hacia la mesa en cuyo extremo me apoyaba yo. Se puso tirante la cortina que sujetaba su mano derecha, mientras que con la izquierda arañaba en el aire hacia mí, pero al final se desprendió de la alta barra que la sujetaba, dejando entrar en la habitación un torrente de resplandor de la luna llena que el cielo, cada vez más claro, había presagiado.