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Aquellos rayos verdosos hicieron palidecer las velas, y un nuevo aspecto de descomposición se extendió por la mohosa habitación, con el artesonado carcomido, el suelo combado, la chimenea ruinosa, los muebles desvencijados y las colgaduras harapientas. Y alcanzó al anciano también, acaso por la misma razón, o debido a su miedo y vehemencia, y le vi encogerse y ennegrecerse mientras se tambaleaba y trataba de destrozarme con sus garras de buitre. Sólo sus ojos permanecían incólumes, y miraban con una saltona, dilatada incandescencia que iba en aumento al tiempo que su rostro se carbonizaba y consumía.
Se repitieron los golpes con más insistencia, y esta vez sonaron a metal. La negra entidad que tenía delante había quedado reducida a una cabeza con ojos que trataba impotente de arrastrarse por el suelo combado en dirección a mí, y lanzaba de cuando en cuando pequeños escupitajos de malicia inmortal. Ahora arreciaron los rápidos y demoledores golpes contra los endebles entrepaños, los astillaron, y vi el centelleo de un tomahawk al hender la madera destrozada. No me moví, porque no me sentí capaz; pero observé atontado mientras la puerta caía destrozada en medio del flujo de una sustancia negra salpicada de ojos relucientes y malévolos. Se derramó como una espesa marea de aceite, reventó un tabique carcomido, volcó una silla al extenderse y finalmente se desparramó por debajo de la mesa y por todo el suelo de la habitación como buscando la ennegrecida cabeza cuyos ojos seguían mirándome. Se cerró- en torno a ella, y la engulló totalmente; un momento después empezó a retroceder, llevándose a su invisible presa sin tocarme a mí; se desplazó hacia la puerta, y se retiró hacia la escalera cuyos peldaños crujieron como antes, aunque en orden inverso.
Luego, finalmente, cedió el suelo, y me precipité sin aliento en la oscura cámara de abajo, atestada de telarañas, medio desvanecido de terror. La luna verde, brillando a través de las rotas ventanas, me reveló la puerta del salón medio abierta; y mientras me levantaba del suelo sembrado de cascotes y me libraba del techo cálido, vi pasar el torrente espantoso de negrura y centelleante de ojos siniestros y relucientes. Buscaba la puerta del sótano, y, al encontrarla, desapareció por ella. Ahora noté que el suelo de esta otra habitación inferior estaba cediendo igual que el de la habitación superior; a continuación sonó un estallido arriba que fue seguido por la caída de algo que vi pasar por la ventana de poniente, y que debía de estar en la cúpula.