En la noche de los tiempos (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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En 1898 fui ascendido a profesor adjunto y, en 1902, a catedrático. En ninguna ocasión sentí el menor interés por el ocultismo o la psicología patológica.
La extraña crisis de amnesia me sobrevino un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo fue completamente repentino, aunque más tarde recordé ciertas visiones breves y caóticas que me habían turbado en gran manera horas antes, y que sin duda constituían los síntomas premonitorios. Sentía, además, fuertes dolores de cabeza, y una extraña sensación, totalmente nueva para mí: era como si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos.
La cosa me ocurrió a eso de las diez y veinte de la mañana, mientras dictaba una clase de historia y tendencias actuales de la economía política ante numerosos alumnos de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé por ver extrañas formas danzantes y a sentir que me encontraba en una habitación desconocida que no era el aula de la Universidad.
Mis pensamientos y discurso se desviaron del tema, y los estudiantes comprendieron que algo grave me ocurría. Entonces, sentado donde estaba, me sumí en un estupor del que nadie podría sacarme. Pasaron cinco años, cuatro meses y trece días, antes de recobrar el uso de mis facultades.
Lo que voy a relatar a continuación, como es natural, lo he sabido a través de otras personas. Permanecí en un coma profundo por espacio de dieciséis horas y media, a pesar de ser trasladado a mi casa, Crane Street 27, y de prestárseme una magnífica asistencia médica.
A las tres de la madrugada del día 15 de mayo, abrí los ojos y comencé a hablar; pero el médico y mi familia no tardaron en alarmarse vivamente por el cambio de mi expresión y mi lenguaje. Estaba claro que yo no recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque por alguna razón, parecía como si yo pretendiera ocultar esta inmensa laguna de mi memoria. Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar a las personas que me rodeaban, y mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos por completo.
Incluso mi habla parecía torpe y extraña. Empleaba mis órganos vocales de modo torpe y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso, como si pronunciase trabajosamente un idioma aprendido en los libros. Mi acento era bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje abundaba en arcaísmos y expresiones gramaticalmente incomprensibles.
Unos veinte años después, el más joven de los médicos tuvo ocasión de recordar, impresionado y hasta con cierto horror, una de aquellas extrañas frases mías.

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