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En los últimos cincuenta años se habían presentado por lo menos tres casos de estos. Uno de ellos hace tan sólo quince años. ¿Acaso se trataba de una entidad desconocida que tanteaba a ciegas, a través del tiempo, desde el fondo de algún abismo insospechado de la naturaleza? En tal caso, ¿no serían estos casos las manifestaciones de unos experimentos monstruosos, cuyo objetivo era preferible ignorar para no perder la razón?
Estas eran las fantásticas divagaciones a las que me entregaba continuamente, excitado por las diversas creencias míticas que iba descubriendo en el curso de mis investigaciones. No cabía duda, pues, de que había determinadas historias -persistentes desde la más remota antigüedad y desconocidas, al parecer, tanto por las víctimas de amnesia como por los médicos que habían estudiado sus casos más recientes- que formaban como un plan asombroso y terrible destinado a raptar la mente de los hombres, como había ocurrido en mi caso. Aún ahora tengo miedo de referir la naturaleza de esos sueños, y las ideas que me asaltaban con mayor intensidad cada vez. Era de locura. A veces creía que, de verdad, me estaba volviendo loco. ¿Acaso era víctima de algún tipo de alucinación que afectaba a los que habían sufrido una laguna en la memoria? En ese caso no sería del todo inverosímil que el subconsciente, en un esfuerzo por llenar un vacío confuso con pseudo-recuerdos, diera lugar a extravagantes aberraciones de la imaginación.
Aunque yo me inclinaba más bien por una interpretación basada en los mitos populares, las teorías basadas en dichos esfuerzos del subconsciente gozaban de mayor preponderancia entre los alienistas que me ayudaban en mi búsqueda de casos similares al mío, y que compartieron mi asombro ante el exacto paralelismo que solíamos descubrir.
Para los psiquiatras mi estado no podía diagnosticarse como verdadera enfermedad mental, sino más bien como trastorno neurótico. De acuerdo con las normas psicológicas más científicas, alentaron todo intento por mi parte de buscar datos que aportaran alguna luz en este asunto, en vez de pretender inútilmente soslayarlo, yo tenía en cuenta, especialmente, la opinión de aquellos médicos que me habían estudiado durante el tiempo que estuve dominado por la otra personalidad.
Mis primeros trastornos no fueron de índole visual, sino que se relacionaban con las cuestiones abstractas que ya he mencionado. Y experimenté, también al principio, un sentimiento vago y profundo de inexplicable horror: consistía en una extraña aversión a contemplar mi propia figura, como si temiese que mis ojos fueran a descubrir algo ajeno e inconcebiblemente repugnante.