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Esta cabeza estaba coronada por cuatro pedúnculos delgados y grises, rematados a su vez por unas excrecencias que parecían flores, y en su parte inferior colgaban ocho antenas o palpos verdosos. La gran base del cuerpo cónico estaba orlada por una sustancia gris, elástica y contráctil que constituía el aparato locomotor de ese organismo.
Sus movimientos, aunque inofensivos, me horrorizaban aún más que su apariencia. Resultaba malsano ver unos objetos monstruosos comportándose como seres humanos. Sin embargo, esas criaturas estaban inequívocamente dotadas de inteligencia: se movían por las grandes habitaciones, cogían libros de los estantes y los llevaban a las mesas o viceversa, a veces escribían con presteza valiéndose de una curiosa varilla que empuñaban con las antenas verdosas de la parte inferior de la cabeza. Sus enormes pinzas les servían para coger los libros y también para comunicarse mediante un lenguaje que consistía en una especie de castañeteo.
Estos seres no usaban vestidos, pero llevaban unas bolsas o alforjas colgando de la parte superior del tronco... Normalmente llevaban la cabeza y el miembro que la soportaba a la altura del vértice del cono, pero la bajaban y subían con frecuencia.
Los otros tres grandes tentáculos, cuando se hallaban en estado de reposo, solían colgar a los lados del cono, retraídos hasta la mitad de su longitud. Por la velocidad con que leían, escribían y manejaban sus máquinas -en las mesas había varias de ellas que al parecer se relacionaban de algún modo con el pensamiento-, saqué la conclusión de que su inteligencia era incomparablemente superior a la del hombre.
Más tarde llegué a verlos en todas partes: pululaban en salones y corredores, manejaban sus máquinas en las criptas abovedadas, recorrían sus vastas carreteras a bordo de gigantescos vehículos en forma de barcos. Dejé de tenerlos miedo, ya que resultaban perfectamente naturales en su medio ambiente.
Luego empecé a ser capaz de percibir diferencias entre distintos individuos. Algunos parecían sufrir cierta invalidez; físicamente eran idénticos a los demás, pero sus gestos y costumbres los diferenciaban, no sólo de la mayoría, sino incluso entre sí.
Escribían sin cesar; y sin embargo, no utilizaban jamás los jeroglíficos curvilíneos tan característicos de los demás, sino una gran variedad de alfabetos. Con todo, no estoy muy seguro de esto porque mis visiones habían perdido mucha nitidez. Me pareció que algunos empleaban nuestro habitual alfabeto latino. La mayoría de estos individuos enfermos, eso sí, trabajaba mucho más lentamente que sus congéneres.