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Ibamos equipados para efectuar una excavación seria y metódica; pretendíamos examinar hasta la menor partícula de arena, sin alterar la posición de ninguno de los objetos que descubriésemos.
Zarpamos de Boston a bordo del Lexington, el 28 de marzo de 1935. Tuvimos un viaje apacible. Atravesamos el Atlántico y el Mediterráneo, cruzamos el Canal de Suez, y recorrimos el Mar Rojo y el Océano Indico, hasta llegar a nuestro punto de destino. La costa baja y arenosa de Australia occidental me deprimió; también me produjo una impresión desagradable la pequeña localidad minera, lo mismo que la desolada zona aurífera donde cargamos los tractores.
El Dr. Boyle, que salió a esperarnos, era un hombre maduro, agradable e inteligente. Sus conocimientos de psicología le permitieron entablar largas e interesantes discusiones con mi hijo y conmigo.
Cuando finalmente se puso en marcha nuestra expedición, compuesta de dieciocho miembros, por las áridas extensiones de arena y rocas, todos nos sentíamos llenos de esperanza y ansiedad. El viernes, 31 de mayo, vadeamos un afluente del río De Grey y nos adentramos en el reino de la absoluta desolación. A medida que avanzábamos por aquella región que había sido escenario del mundo ancestral de mis leyendas, me empezó a dominar un auténtico terror. Era como si los sueños turbadores y los pseudo-recuerdos me acosaran allí con fuerza renovada.
El lunes, 3 de junio, vimos por primera vez los bloques medio enterrados. No puedo describir la emoción con que toqué con mis manos un fragmento de aquella sillería ciclópea, idéntica en todos los conceptos a la de los edificios soñados. En su superficie había huellas inequívocas del cincel, y me estremecí al reconocer el diseño curvilíneo que, después de tantos años de atormentadas pesadillas y de búsquedas penosas, se había convertido en un símbolo de horror.
Al cabo de un mes de excavaciones habíamos sacado a la luz 1.250 bloques, unos más desgastados que otros. En su mayoría se trataba de megalitos, convexos por arriba y cóncavos por abajo. Había otros de menor tamaño, más planos y de superficie lisa, que tenían forma cuadrada u octogonal, como los de los pavimentos de mis sueños; por último, también descubrimos unos pocos bloques curvados, extraordinariamente sólidos, que bien podían proceder de bóvedas o arquivoltas, o tal vez de arcos que enmascaran unos ventanales redondos.
A medida que avanzábamos en la excavación, ahondando en dirección noroeste, descubríamos más bloques sueltos; pero no tropezamos con ningún rastro de construcción.