Página 40 de 65
El profesor Dyer estaba impresionado por la desmesurada edad de aquellas piedras, en las que Freeborn halló ciertos símbolos que parecían coincidir con algunas leyendas papúes y polinesias de tiempo inmemorial. El estado en que se hallaban los bloques y lo enormemente esparcidos que estaban, hacían pensar en abismos vertiginosos de tiempo y cataclismos geológicos de cósmica violencia.
Disponíamos de una avioneta y mi hijo Wingate la utilizaba para inspeccionar, desde alturas diferentes, el inmenso desierto de roca y arena, en busca de contornos o desniveles de terreno que denotasen la presencia de nuevos bloques o estructuras arquitectónicas. Sus resultados fueron, sin embargo, negativos, pues siempre que creía haber observado algún indicio interesante, al día siguiente se encontraba con que había desaparecido a consecuencia de los movimientos de la arena arrastrada por el viento.
Una o dos de estas pistas efímeras, no obstante, me afectaron desagradablemente. Era como si armonizaran horriblemente con algo que había soñado o había leído, aunque no lograba recordar qué. Y se me despertó una tremenda sensación de familiaridad, que me hizo mirar con recelo aquel terreno estéril y abominable.
En la primera semana de julio empecé a sentir una inexplicable mezcla de emociones, ante los parajes que se extendían al nordeste del campamento. Era horror y curiosidad… y algo más: era como una ilusión desconcertante y tenaz de que todo aquello me era conocido.
Traté de quitarme esas ideas de la cabeza con toda clase de argumentos psicológicos. También empecé a padecer de insomnio, pero esto casi me alegró, porque durmiendo menos, tenía menos tiempo para soñar. Adquirí la costumbre de dar largos paseos de noche, yo solo por el desierto. Solía dirigirme adonde mis extraños y nuevos impulsos me empujaban inconscientemente: hacia el norte o el nordeste.
Durante estos paseos me tropezaba, a veces, con restos casi sepultados de antiguas sillerías. Aunque en esta zona se veían menos bloques que en el lugar donde habíamos empezado nuestros trabajos, estaba seguro de que debían abundar bajo tierra. El terreno era más accidentado que en nuestro campamento, y soplaban con fuerza unos vientos que arrastraban las dunas, dejando al descubierto porciones de rocas antiguas para ocultarlas después.
Yo estaba ansioso por iniciar las excavaciones en esta zona y, al mismo tiempo, tenía miedo de lo que pudiéramos descubrir. Bien claro veía que mi nerviosismo empeoraba inexplicablemente.
Como muestra de mi pésimo equilibrio mental, citaré la extraña reacción que tuve ante un singular descubrimiento que hice en uno de mis paseos nocturnos.