En la noche de los tiempos (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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Wingate me llevó a Perth el 20 de julio; pero no quiso abandonar la expedición, y regresó al desierto. Estuvimos juntos hasta el 25 de julio, día en que el vapor zarpó con rumbo a Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, después de mucho meditarlo, he decidido que al menos mi hijo se entere de todo.
Hasta aquí he hablado de hechos sabidos, de hechos que se pueden comprobar. He querido exponerlos de este modo para salir al paso de cualquier eventualidad. Ahora contaré, lo más brevemente posible, lo que yo viví y sentí aquella noche, cuando me ausenté del campamento.
Con los nervios de punta, dominado por esa perversa ansiedad que me impulsaba hacia el nordeste, caminé bajo el resplandor maléfico de la luna. Por todas partes había bloques de piedra medio sepultados por la arena, abandonados desde tiempo inmemorial.
La edad incalculable del desierto, y la torva amenaza que flotaba sobre él como un aura, me oprimían más que nunca; sin poderlo evitar, recordé mis sueños dislocados, las espantosas leyendas en que se basaban, y el terror que el desierto inspiraba, con sus cavernas de piedra, a los nativos y a los mineros.
Y sin embargo, seguí caminando como si acudiese a una cita horrible, cada vez más acometido de turbadoras fantasías y pseudo-recuerdos. Pensé en algunas de las configuraciones de ciertos montículos que había visto desde la avioneta, y me pregunté por qué razón me parecían tan siniestras y familiares. Algo horrible pugnaba por forzar las puertas de mi memoria, mientras otra fuerza desconocida trataba de cerrarle el paso.
La noche estaba en calma, sin viento, y la arena pálida ondulaba como las olas de una mar inmóvil. Yo iba sin rumbo, pero como empujado por la mano del destino. Mis sueños se derramaban en el mundo vigil, y se me antojaba que cada megalito clavado en la arena pertenecía a alguno de los infinitos recintos y corredores prehumanos, cubiertos de bajorrelieves, jeroglíficos y símbolos, que tan bien conocía yo.
A ratos me parecía ver incluso aquellos monstruos cónicos, omniscientes, atareados en sus trabajos cotidianos, y no me atrevía a mirar mi cuerpo por miedo a verlo como el de ellos. Alucinación y realidad se superponían. Veía los bloques medio enterrados, y a la vez, los aposentos y corredores; veía el malévolo resplandor de la luna, y a la vez las lámparas de luminoso cristal; y en el desierto, los helechos ondulaban bajo las redondas ventanas.

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