En la noche de los tiempos (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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Saqué mi linterna y enfoqué su luz en las tinieblas. El caos de piedras desmoronadas formaba una abrupta pendiente hacia abajo.
Entre ella y el nivel del desierto se abría, bostezante, un abismo de impenetrable negrura. En la parte superior se veía el arranque de una bóveda de enormes proporciones, de suerte que, en aquel punto, las arenas del desierto se extendían directamente sobre una de las plantas de un edificio gigantesco, construido en los mismos albores de la Tierra… Cómo se conservaba después de millones de años, y después de tantas convulsiones geológicas, es cosa que ni siquiera pretendí entonces -ni ahora tampoco- adivinar.
Cada vez que lo pienso, la sola idea de bajar a ese abismo así, de pronto, yo solo, y sin que nadie conociese mi paradero, se me antoja el colmo de la locura. Quizá lo fuese, pero aquella noche me aventuré sin vacilar por aquellas tinieblas subterráneas.
De nuevo se manifestó el impulso fatal que parecía dirigir mis actos desde el principio. Encendiendo la linterna a ratos para no gastar pila, emprendí un descenso disparatado por el tenebroso declive. Cuando encontraba buen punto de sujeción para los pies y manos, avanzaba de frente; si no, me volvía de cara al montón de piedras para agarrarme a tientas.
Con ayuda de la linterna descubrí a ambos lados de la pendiente, oscuros y distantes, los muros deshechos de la caverna. Frente a mí, en cambio, sólo había oscuridad.
En el curso de mi bajada perdí la noción del tiempo. Me encontraba tan agitado, tan lleno de vagos recelos y sospechas, que la realidad objetiva me parecía incalculablemente alejada. No experimentaba ninguna sensación física; incluso el miedo se había petrificado como una gárgola inerte, incapaz de despertar mi terror.
Por último llegué al suelo sembrado de bloques caídos, pedazos de roca, arena y detritus de todo género. A ambos lados, y a unos diez metros, se alzaban los muros macizos que culminaban en inmensas arquivoltas. Aunque con dificultad, se veía que estaban esculpidas, pero era imposible distinguir la naturaleza de las esculturas.
Lo que más me impresionó fue el techo abovedado. La luz de la linterna no conseguía iluminarlo, pero sí permitía distinguir con claridad el arranque de los monstruosos arcos. Y tan exacta era su similitud con lo que había soñado, que me estremecí violentamente, sobrecogido de horror.
Allá arriba, en la abertura, una débil mancha luminosa delataba el mundo exterior bañado por la luz de la luna.

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