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A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente. Todos los criados se encontraban durmiendo en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que depositaron en la entrada, después de gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana: "Correo urgente; pagado". Salieron de la casa con paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño convencimiento de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados, y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente: "Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes". Seis años antes, en Flandes, el hospital se había derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual -- quizá-- había llegado a proferir sonidos articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso. Dijo rápidamente: "Es el fin... pero incineremos... esto". Transportamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles -- ya pueden imaginar mi estado psíquico-- , pero es una mentira maliciosa decir que fue el cuerpo de Hebert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos, introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había sido cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr, pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las entrañas abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún ruido; pero en ese preciso instante se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta fosforescencia del mundo inferior una horda de seres silenciosos que avanzaban penosamente, producto de la locura... o de algo peor. Sus siluetas eran humanas, semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha, entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera.