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La bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las mangas del pijama. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en un rellano. La hechicera anduvo en el picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara v desapareciendo en el interior.
El oído hipe’rsensible del muchacho captó un espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como ordenándole que lo cogiera. La vista de este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que allí aguardaba. Poco antes de perder el sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos, semejante a una rata deforme.
La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. En el mismo instante en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido sobre la cama deshecha. Le dolía el cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama, vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de barro seco. A pesar de lo nebuloso de sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio que al otro lado no había huellas. Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación.